Este año me enteré por la tele de que había llegado la primavera. Una noticia tan normal me dejó una sensación extraña: el mundo sigue rodando, nos espera para cuando todo esto pase. Mantiene el equilibrio. No nos quedará más remedio que hacer lo mismo. Cada momento tiene su afán y ahora la alegría es una de las formas que puede adoptar nuestro valor. Ella ha vuelto, sí. La he visto ya más de cuarenta veces y siempre hubo algo dichoso y sorprendente en el olor con que envuelve las calles, la terca serenidad con la que mueve la savia y la sangre. Es hermosa y fiel como las rosas de mayo, que siempre acaban por venir. Antes, cuando salíamos a la calle, lo notaba en muchas cosas: los almendros, las yemas de los árboles, el olor del domingo, el sonido de los tambores de Semana Santa que ensayaban a lo lejos, mi sangre alborotada. Pero había algo que para mí era el auténtico pistoletazo de salida, regresaba cada vez, se instalaba en mi cabeza de pronto y yo sabía que ya estaba hecho: el invierno, como si fuera una guerra, había terminado. Era ese momento en el que te montabas en tu coche un domingo cualquiera para ir a comprar EL PERIÓDICO a la ciudad, bajabas la ventanilla, subías la radio, se escuchaba una rumba, te cruzabas con la poli y tú, mientras le devolvías la sonrisa, sentías por dentro otra vez aquellas ganas locas de atracar gasolineras imaginarias. Cada cual tiene sus rosas, por extrañas que sean. No olviden regar las suyas, piensen en ellas. Hoy es urgente. Agradezcan su vuelta para que se queden. José María Valverde lo hizo en aquel Salmo de las rosas: «Hubo un tiempo en que yo creí perdido todo/ Pero vuestra constancia no se enteró siquiera/ y seguisteis viniendo a acariciar mi frente/ y a decirme que el mundo seguía estando intacto».

*Fílóloga y escritora