Las calles de toda España se preparaban para acoger las multitudinarias manifestaciones feministas cuando una mujer fue asesinada en Madrid. Su marido la mató a tiros la mañana del 8 de marzo. Un día después, otra mujer murió apuñalada en Estepona. Y el domingo siguiente, una más, de un tiro en el pecho, en Pontevedra. Todas asesinadas por sus parejas. Las tres engullidas por una violencia machista que, como un monstruo herido de muerte, quiere morir matando.

Sus vidas acabaron ahí, pero habían empezado a morir mucho antes. Cada día que el miedo les robaba un soplo de aliento. El crimen machista es el final trágico, irreversible de un descenso a los infiernos que no siempre es fácil de detectar, ni siquiera para quien los sufre. Una penosa escalera en la que en cada peldaño se pierde un jirón de la autoestima.

Son demasiados los hombres que incitan a ese descenso. De toda clase y condición. También los que menos esperamos. Incluso algunos que lucen ufanos el morado en sus perfiles de Twitter y dan lecciones de feminismo. Son esos que, en la intimidad, vacían su rabia o su impotencia o su frustración despreciando a sus parejas, los que alimentan su ego humillándolas.

Colectivamente, hemos sido demasiado condescendientes con ellos, inventando mil excusas para justificar su comportamiento. No lograremos acabar con la violencia de género si no destrozamos la escalera del machismo. Cada peldaño cuenta.

*Periodista