Aunque cada vez es menos habitual, en la España rural se puede ver a algún vecino, generalmente mujer y ya de edad avanzada, escobando la calle. Era una costumbre que formaba parte del paisaje y que servía para convertir la calle en una extensión de la propia vivienda, que en la mayoría de las veces contaba con pocas habitaciones o con espacios muy reducidos. Las calles eran lugares de paso y fiel reflejo de la actividad cotidiana de los pueblos. Su higiene era algo necesario porque regularmente eran ocupadas por rebaños de ganado, vacas que salían de sus cuadras a los abrevaderos a beber agua, carros tirados con caballerías que no respetaban el espacio a la hora de verter sus excrementos y un sinfín de perros, gatos, incluso gallinas, que utilizaban la calle como espacio vital.

Ante la falta de personal en los ayuntamientos eran los propios vecinos quienes se ocupaban de la limpieza de sus calles; cada uno escobaba su fachada hasta mitad de la calle, adecentando un espacio social de convivencia ya que allí jugaban los niños, las mujeres realizaban la costura de sus ropas al sol (o a la sombra dependiendo de la época del año), se peinaban unas a otras, tendían la colada, los abuelos muy mayores tomaban el sol o realizaban alguna tarea de entretenimiento como limpiar raíces para el ganado, rallar maíz a mano o el remiendo de alguna herramienta. La calle adquiría un protagonismo especial a la caída del sol y, una vez finalizadas las labores agrícolas y ganaderas, era la hora de salir la a «fresca» sobre todo en verano, cuando los vecinos se reunían en grupos y compartían aquello que todos tenían y que les servía para entenderse: la palabra. Las calles se convertían en los testigos mudos de las historias de los pueblos, la transmisión oral en el sentido más puro: la comunicación intergeneracional de la historia y costumbres de los pueblos.

Eran tiempos en los que los vecinos tenían un concepto muy claro de que un bien público era un bien social, que había que conservarlo entre todos. Lo hacían sin percibir nada a cambio a pesar de que en esas épocas las necesidades de todo tipo eran más que evidentes.

Contrasta ese cívico comportamiento con lo que día a día observamos en nuestro país, en un momento en el que la responsabilidad de todos es imprescindible. En primer lugar nuestra clase política, que se está arrastrando por unos caminos que conducen a la irresponsabilidad y al enfrentamiento. Acabamos de ver en que ha terminado la deslegitimación de la victoria de los demócratas en EEUU por parte de Donald Trump y sus llamadas a ocupar el Capitolio. Un comportamiento que se descalifica por sí solo y no merecería más comentario si no fuera porque en nuestro país estamos viviendo algo parecido. Desde que hace un año se constituyó el Gobierno de coalición entre PSOE y UP con los apoyos de muchos grupos minoritarios de distinto signo en el Parlamento, un Gobierno plenamente legitimo, no ha existido un minuto de tregua, a pesar de que se está viviendo el momento más crítico de nuestra mas reciente historia.

Ese comportamiento ha servido para que muchos ciudadanos tomen partido frente a la pandemia y atendiendo a las directrices de sus líderes de pensamiento, bien a través de los medios o de las redes, no siempre cumplen las normas que se recomiendan por las autoridades, entendiendo que son tomadas por personas que no les merecen su confianza porque se está permanentemente deslegitimando su función.

Estos comportamientos quedan en entredicho al observar la estructura administrativa del Estado español. El virus nos demuestra cada día que no conoce fronteras ni ideologías y se comporta de la misma manera en comunidades autónomas gobernadas por el PSOE, por el PP, por gobiernos de coalición, por partidos nacionalistas, independentistas o regionalistas del signo que sea. Si ya nos extendemos a Europa o al resto del mundo, ni las dictaduras, ni la extrema derecha, partidos conservadores, progresistas o de corte técnico-político han conseguido dar con la solución para conseguir parar el virus. Con casi diez meses de pandemia todos están sufriendo ciclos de mayor o menor virulencia y endurecen las medidas de prevención como única forma de reducir los contagios.

Sobran ruido y soflamas que solo generan crispación en la ciudadanía y en nuestra clase política falta responsabilidad. En todo este tiempo se han cometido muchos errores frente a un problema nuevo y desconocido, pero el mayor error es no permanecer unidos ante un enemigo común. Aprovechar que el gobierno tiene que centrar toda su atención en la lucha contra la pandemia y sus consecuencias para sacar rédito político, demuestra muy poca altura de miras. Da igual que los dardos vayan contra el Gobierno Central o de las Comunidades Autónomas, sean del signo que sean. Los que no se sumen al proyecto común, difícilmente saldrán validados para obtener la confianza de los españoles.

El esfuerzo que se está realizando desde el punto de vista económico, político y social va a exigir una respuesta coherente y cohesionada durante muchos años. Intentar que todos los españoles puedan salir de esta crisis al unísono obliga a gestionar las políticas de Estado de otra manera y quizás para ello se necesite otra clase política, porque no queda muy claro que muchos de los que sientan hoy en nuestro Parlamento lo estén entendiendo.

El objetivo prioritario a día de hoy es vencer al virus, no hay excusas, atajos, ni esas maniobras de distracción que estamos escuchando demasiado a menudo. Es preciso que todos unamos nuestras fuerzas y tal y como nuestros mayores escobaban la calle, barramos al virus para recuperar esos espacios de libertad donde podamos expresar libremente nuestras emociones, saludarnos sin miedo, acompañar a los que se van y llorar abrazados a los que están sufriendo. En definitiva, que podamos vivir dentro de la normalidad como siempre hemos vivido.