En el portal tuvimos a un viejo chocho que todas las mañanas, antes de que saliera el sol con decisión, se pasaba las horas metiendo cartas en los buzones de los residentes, incluso de los que se fueron por traslado y de quienes dejaron los muebles por no mudarse al otro mundo con más carga decorativa que sus pecados. No daba los buenos días y a nadie le importaba demasiado si carecía de educación o si se había quedado mudo de tanto doblar con la lengua las esquinas de los sobres hasta extraviársele el habla. Al principio hubo cierta expectación y los inquilinos dejaban para la segunda parte el resto del correo, por lo general recordatorios de pesadas deudas e invitaciones multicolor para aumentarlas con compras a plazos. Los había impacientes que antes de llegar al entresuelo se detenían bajo la tenue bombilla de la curiosidad para saber qué podría contener ese mensaje sin remitente ni sello, y otros distraían la tentación hasta justo después de cerrar las puertas de sus casas, donde no pudieran pensar que estaban tan chalados como el cartero de las madrugadas. Fue un acontecimiento para la comunidad, que permanecía incomunicada desde que pusieron el primer ladrillo. Todos recibían una hoja en blanco, sin palabras ni perfume, pero cuando se encontraban en la escalera, para no quedar al descubierto de la supuesta burla, unos y otros se intercambiaban imaginarios contenidos en amena conversación. Les había escrito un pariente de Mar del Plata para nombrarle heredero, un alto cargo del gobierno que pedía consejo, una guapa chica declarando su amor a quemarropa, el hijo que se fue a ultramar y ahora era capitán mercante, y el marido que bajó hace seis meses a por tabaco y acabó encontrándolo en Cuba. La fantasía se desbordó de tal manera que se formaban colas frente a los buzones mientras el viejo chiflado, imperturbable, seguía con su liturgia. Una mañana, con el sol desganado, dejó de acudir el taciturno anciano y la correspondencia volvió a estar deshabitada de emociones, tan cuerda y parca como antes. Los vecinos perdieron la cabeza. Se atrincheraron en la habitación del fondo y estuvieron leyendo sus preciosas cartas en blanco durante mil lunas, seducidos por la fragancia de las letras soñadas. Así deben de escribir los ángeles para decirnos que no estamos solos aunque tengan que buzonear para que caigamos en la cuenta.

*Periodista