No cesan de estremecernos los sucesos relacionados con conductas antisociales y, en especial, con la violencia de género, cuya máxima expresión nos sacude de tanto en tanto con víctimas mortales. Pero antes de llegar a tal extremo, suelen despuntar muchos indicios que, de ser adecuadamente atendidos, podrían en muchas ocasiones evitar el fatal desenlace. El respeto, no solo a la vida ajena sino también a otras formas de ser y pensar, es una cuestión de educación que ha de florecer en el seno de la familia y en la escuela; cuando el conflicto llega a los saturadísimos juzgados es demasiado tarde, sobre todo si se ha perdido una vida en el camino. Pero entre esta primera etapa, la cultura de la tolerancia y del entendimiento, y los tribunales, existe todo un largo proceso en el que familiares, amigos y vecinos pueden intervenir de forma temprana, cuando el problema todavía es de índole menor y aún no se dan las circunstancias para una denuncia o procedimiento formal. Es la hora de la mediación, como agente de concordia y conciliación. «Aquí nos conocemos todos», reza una frase coloquial bien establecida. Y, sin duda, es en la proximidad desde donde mejor pueden tratarse los problemas y desavenencias emergentes. La comunión vecinal, que suele darse con mayor efectividad y frecuencia en los arrabales alejados del pudiente centro, además de auténtica escuela de democracia, es el punto de partida para ejercer una labor preventiva que evite males mayores. He tenido la suerte de conocer la actividad de organizaciones como las Mujeres del Picarral y otras similares, un gran ejemplo de intervención en todos los ámbitos de la vida social que supone una ayuda incuestionable en favor de los más vulnerables y en defensa de los objetivos e intereses comunes. H *Escritora