María Dolores Gómez de Ávila descubrió muy pronto su vocación y emprendió ya a los diez años, bajo la tutela de Pauleta Pamiés, un camino que la conduciría al Olimpo de la danza en España. María de Ávila es, sin duda, una figura excepcional, colmada de inusitados matices que ilustran una trayectoria difícil de constreñir en una breve crónica.

Aquellos primeros pasos que la llevaron desde su ingreso en el cuerpo de baile del Liceo barcelonés, hasta constituirse en su Prima Ballerina Assoluta, se interrumpieron por la más hermosa de las razones: el amor. María se consagró a su familia, lo más importante para ella en ese momento crucial de su vida, pero su pasión por la danza nunca llegó a apagarse y la llama se encendió de nuevo, a través de la docencia, para dejarnos el mejor fruto posible: una pléyade de artistas en la que se han inscrito tantos y tantos nombres gloriosos de la danza, entre los que brillan nombres tan insignes como el de Víctor Ullate. No le faltaron a María de Ávila reconocimientos en vida, pero cargos y distinciones, homenajes y galardones, apenas pueden hacer sombra a su más importante, rico y prolífico legado: esa mágica cantera surgida de su estudio de danza. Allí, en la calle Francisco de Vitoria, se han forjado y seguirán forjándose jóvenes promesas que hoy irradian su luz por todos los escenarios del mundo. Un regalo inconmensurable para quienes en Aragón se han sentido inclinados a expresar en unos pasos de baile su ser interior y que, sin el impulso de María de Ávila habrían visto su camino sembrado de obstáculos insalvables. Aquel maravilloso proyecto que nació en un lejano 1954 es y continuará siendo, de la mano de su hija Lola, una fascinante realidad. Escritora