Desde el comienzo de febrero hasta el final de junio he publicado en este diario siete artículos en los que proponía medidas pedagógicas (siempre basadas en investigaciones rigurosas) para llevar a cabo una reforma posibilista de nuestras escuelas con un doble propósito: compensar el terrible daño causado a los niños y adolescentes como consecuencia del cierre prematuro de los colegios en el mes de marzo; y planificar el año escolar 2020-21 de tal forma que todos los alumnos se beneficiaran de una enseñanza presencial de mejor calidad que la tradicional, minimizando al máximo la posibilidad de la infección vírica, combinada con una enseñanza online de calidad. Además, a finales del mes de junio publiqué el libro titulado La escuela en tiempos de pandemia , en el que ampliaba los planteamientos pedagógicos contenidos en esos artículos. Viendo los protocolos de actuación aprobados por los responsables políticos de nuestro país, se comprueba que ni una sola de mis recomendaciones ha sido tenida en cuenta. Mi primera intención fue dedicar este artículo a comentar las alternativas pedagógicas aprobadas por las autoridades políticas para el nuevo curso escolar, pero me resulta imposible hacerlo porque en este ámbito han decidido que todo siga como hasta ahora, tal y como lo demuestra el hecho de que no hayan anunciado ni una sola reforma innovadora pedagógicamente hablando.

En la situación tan excepcional en que nos encontramos hubiera sido imprescindible implementar medidas tan necesarias como éstas: modificación del actual currículum oficial para permitir una mayor globalización, transversalidad e individualización del mismo; contratación de un número suficiente de expertos en psicopedagogía y en el tratamiento de los problemas del lenguaje, con el fin de recuperar al alumnado que no superó los objetivos curriculares mínimos en el curso pasado; contratación de un número de profesoras y profesores ayudantes, equivalente al del profesorado titular, para rebajar significativamente el número de alumnos por cada profesor y poner en práctica la enseñanza colaborativa; firma de un protocolo de colaboración con los gabinetes y clínicas privadas para reforzar la atención psicológica y rehabilitadora que dejaron de recibir los niños con discapacidad durante el cierre obligado de los colegios de educación especial; contratación, como mínimo, de un profesional sanitario en cada colegio, no solo para responsabilizarse de las medias a tomar en caso de contagio, sino también para reforzar en el alumnado los hábitos de protección de la salud; formación intensiva del profesorado para afrontar con éxito los nuevos retos tecnológicos; adecuación y transformación de los espacios para una organización pedagógica más individualizada; modificación de las leyes pertinentes, con el objeto de flexibilizar las condiciones laborales de padres y madres; y, sobre todo, diseñar un plan alternativo de formación 'online' para que, en el supuesto de que haya que cerrar otra vez todos los colegios, el profesorado no se limite a mandar actividades a los alumnos o a copiar de acá y de allá los materiales informáticos que proporcionan las editoriales, sino que garantice que todos los alumnos logren, como mínimo, los mismos estándares de calidad y de desarrollo intelectual que con la enseñanza presencial.

Sanatorios infantiles

Como indica el sentido común, esas soluciones tenían que haberse tomado a lo largo de abril, mayo y junio, con la participación de todos los agentes educativos implicados (expertos, profesorado, sindicatos, patronal y familias), con el fin de haber aprovechado el verano para planificarlas de forma sosegada. Según las declaraciones de la ministra y de los responsables regionales de la educación, los meses del verano los han dedicado a estudiar alternativas de tipo sanitario, con el objetivo de minimizar al máximo las posibilidades de contagio masivo al coronavirus. Y puede que sea cierto, ya que las veintinueve medidas que, según la ministra de educación, consensuaron las autoridades regionales y la central, dan la impresión de que lo único que pretenden es transformar las escuelas en sanatorios infantiles, regidos por profesores y no por personal sanitario como sería lógico. Por eso, me resulta muy difícil entender cómo el profesorado ha aceptado sin protestar esa responsabilidad. No quiero pensar que la aceptación sea el pago por haberle regalado el gobierno uno de los logros más ansiados por los sindicatos del sector: que todo el profesorado trabaje en jornada laboral continua.

Obviamente, no soy experto en temas de salud pública y, por tanto, no voy a alabar ni a criticar esas medidas. Ahora bien, no me parece que haya que ser un profesional sanitario para darse cuenta de que algunas de las ocurrencias aprobadas no tienen ni pies ni cabeza. No creo que haya ningún dato científico que demuestre que por las mañanas hay menos posibilidades de contagiarse que por las tardes. Por ello, no tiene ninguna justificación sanitaria concentrar todas las clases por las mañanas. Tampoco creo que alguien pueda encontrar un solo argumento científico que demuestre que los adolescentes se contagian menos asistiendo a los institutos solo en días alternos. Por eso, lo lógico es que todos los alumnos de Secundaria asistan al instituto diariamente: la mitad por la mañana y la otra mitad por la tarde. A la vista de esas ocurrencias sin base científica y teniendo en cuenta las continuas y enormes contradicciones en que han caído las autoridades educativas desde marzo hasta hoy, no es de extrañar que haya muchas familias que estén asustadas y que se nieguen a mandar a sus hijos a la escuela, optando por contratar canguros y profesores particulares para que atiendan a los niños en el domicilio, o por quedarse en casa alguno de los progenitores, a pesar de las amenazas a que están siendo sometidas dichas familias por parte de quienes son los responsables directos de que España ocupe los últimos lugares en lo que se refiere a la gestión de esta pandemia.