Rememorando la canción de Serrat, esos locos bajitos que se incorporan año tras año a los centros escolares, llenan a los padres de alegría cuando los ven entrar por la puerta del colegio y con la manita les dicen adiós. Una sensación de libertad se instala en los rostros de abuelos, madres y padres; de inmediato se dispersan según sus obligaciones o sus lúdicos quehaceres. Los bares se convierten en cafeterías de tertulias, saben que disponen de muchas horas hasta que vuelvan a salir los niños por donde entraron. Les han apuntado a extraescolares y entre que comen en el colegio y acuden a clase de natación, inglés, manualidades, gimnasia rítmica, baloncesto y música, cuando los ven a las 7 de la tarde la energía ha mermado y cual novillos toreados, se convierten en demandantes de caprichosas situaciones; en ese momento hay que contentarlos con chuches para que se sientan felices, asociando familia y dulzura mientras llegan a sus respectivos domicilios, algo de dibujos en la tele, la cena y hasta el día siguiente. Esta rutina es la que les mantiene en una situación de control, según la opinión generalizada de los padres. El temor de estos a perder una situación normalizada con sus hijos, les crea inseguridad y estrés. Estamos en la generación de los premiados por estudiar, por comer bien, por portarse adecuadamente.La cultura del chuche se manifiesta y pronostica futuros diabéticos. Padres y abuelos han formado parte de la educación de estos pequeños ciudadanos acostumbrados al estímulo de las recompensas. Afortunadamente la domesticación fue abolida, pero la tiranía que ejercen ahora los niños con sus progenitores tiene rasgos narcisistas que pueden hacerles llegar, en un futuro, a ahogarse en su propia imagen.

*Pintora y profesora