La expansión de la corrupción en la España actual propicia que esta se asemeje cada vez más a un cenagal, mejor, a un albañal. Mires donde mires, todo huele a podrido. Metas donde metas la mano vas a sacarla manchada de porquería y mugre. Mis palabras por muy duras que parezcan, todavía se quedan cortas para reflejar el estado generalizado de esta lacra inmunda. Siendo ya mucha, a los españoles nos han entrenado a desayunarnos un día tras otro con nuevos y gravísimos casos de esta epidemia, de momento incurable. Lo que no quita que muchos profundamente encabronados gritemos: ¡Ya vale! ¡Esto tendrá algún límite! Parece que no. Nuestra capacidad de sorpresa y paciencia en este tema son ilimitadas. De ahí que proliferen sentimientos diversos, una mezcla de asco y hartazgo. Sin embargo, sorprende que ante tantos desmanes todavía no se haya producido una respuesta contundente en esta sociedad. Si no ha sido así quizá sea porque como dijo Silvela en un artículo centenario España sin pulso "Los doctores de la política y los facultativos de cabecera estudiarán, sin duda, el mal: discurrirán sobre sus orígenes, su clasificación y sus remedios; pero el más ajeno a la ciencia que preste alguna atención a asuntos públicos observa este singular estado de España: donde quiera que se ponga el tacto, no se encuentra el pulso". De otra manera sería inexplicable que todavía al PP obtenga un 31,9% de los votos y el PSOE un 26,2 %, según el último barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS).

De verdad, ¿qué más nos tienen que hacer nuestras "patrióticas" élites políticas y económicas para que reaccionemos? A estas se les podría aplicar el concepto, de "élites extractivas", divulgado por Daron Acemoglu y James A. Robinson en su libro Por qué fracasan los países. Son aquellas que se despreocupan del bien común y dedican exclusivamente sus esfuerzos a su propio bienestar y al del grupo al que pertenecen y establecen un sistema de captura de rentas que les permite, sin crear riqueza, detraer rentas de la mayor parte de la ciudadanía en beneficio propio. Por supuesto, donan dinero a las cajas B de los partidos. Ejemplos de cómo estos auténticos salteadores de caminos han saqueado los dineros públicos son incontables. El de ahora mismo. La Operación Yogui, que investiga la presunta malversación en las obras del AVE en Barcelona, se puso en marcha hace más de un año, porque un empresario decidió tirar de la manta y contactar con la fiscalía harto, según fuentes judiciales, de pagar comisiones a funcionarios de Adif y cansado, también, de no cobrar por sus trabajos.

El AVE entre Madrid y Barcelona (621 kilómetros) salió a concurso con un presupuesto de 7.550 millones de euros y se adjudicó por 6.822 millones (con una baja del 9%), pero acabó costando 8.996 millones (un 31% más). Toda la obra del AVE, de la que hemos ido alardeando por el mundo, tuvo un costo total de 50.000 millones. Más ejemplos. El presupuesto inicial para el soterramiento de la M-30 de Madrid fue de 1.700 millones de euros, después pasó a 3.500 y acabó costando más de 6.000: casi cuatro veces más. La terminal T-4 de Barajas pasó de 1.033 a 6.200 millones, cinco veces más. La ampliación del aeropuerto de El Prat duplicó su precio, de 1.471 millones a más de 3.000. Estas prácticas han sido usuales en la política española por la confabulación mafiosa del mundo de la alta política con las grandes constructoras. Pujan por debajo del precio de licitación, porque sus contactos políticos les garantizan que las administraciones que adjudican las obras aceptarán luego la revisión al alza de los precios. Como señala Cesar Molinas, existe una continuidad histórica, de concepción de los negocios, entre personajes decimonónicos como Fernando Muñoz, el general Serrano y el marqués de Salamanca, por una parte, y los que hoy día se sientan en el palco del Santiago Bernabéu, por otra. Es una misma manera de prosperar por el favor del poder político, gracias al BOE, que se ha mantenido inalterada a lo largo de los siglos. Por ello, toda la geografía española está salpicada de grandes obras públicas realizadas por estas grandes constructoras, que han superado con creces el presupuesto inicial. Una clase política medianamente decente, no es el caso de la española, debería poner en marcha con la máxima urgencia una auditoría de la deuda pública, para separar la legítima de la odiosa. Obviamente está ultima no deberíamos pagarla los españoles. Y así muchos de los recortes brutales serían innecesarios. Mas los daños de la corrupción además del comentado, son otros más. Existe una directa ligazón entre cultura democrática colectiva, transparencia, confianza institucional y ausencia de corrupción. Como también una estrecha relación entre ausencia de corrupción y mejora de la competitividad de un país según estudios del FMI y el Banco Mundial. Por último, con esta clase dirigente es una utopía que en este país pueda surgir un proyecto colectivo ilusionante para la ciudadanía, algo básico para cimentar una gran nación. Por ende, no me sorprende que habitantes de algunos territorios del Reino de España hayan interiorizado y asumido como inevitable la conveniencia de desvincularse del Estado español. Profesor de Instituto