Corrían los años 90, cuando irrumpió en las aulas que yo frecuentaba el rumor de un próximo desatino: ¡se van a suprimir los exámenes de septiembre! En mi clase, la delegada de curso nos pasó una hoja de firmas en contra de la medida, que nuestro profesor, Roberto Pernia, curtido por muchos años de profesionalidad y entrega vocacional, abanderó. Todo acabó pronto y la prueba extraordinaria de septiembre subsistió.

Parece que las aguas tornan a desmadrarse otra vez y algunos abogan de nuevo por trasladar a junio los exámenes de septiembre. ¿Acaso piensan que en un par de semanas los perezosos pueden remediar sus malos resultados? Menos mal que los estudiantes se han rebelado en masa contra tal aspiración y el sentido común ha derrotado al sálvese quien pueda, a chuletas, argucias y fraude de que muchos alumnos se hubiesen servido para obrar el milagro de hacer levitar una calificación deplorable. Por otra parte, no faltan voces en diversos ámbitos de la enseñanza que abogan por la reducción de los horarios lectivos y otras iniciativas en pos de favorecer el desarrollo musculativo de los dedos que manejan la play y el móvil. Pero si primamos la gandulería en contra del esfuerzo sacrificado, luego viene el lobo, digo el PISA, y pasa lo que pasa.

La España de charanga y panderetea, la del vuelva usted mañana, se enfrenta una vez más a la que piensa que el tiempo es oro y no quiere dormir mañana en la paja; a la del avive el seso y despierte contemplando cómo se pasa la vida, que ya nos anunciara Manrique. Seguimos sin escarmentar, lejos de la Europa diligente que torna a mirarnos por encima del hombro; pero no porque esa Europa se eleve, sino porque aquí lo que se lleva es agacharse.Escritora