Es evidente que España sufre una grave crisis política en el ámbito de sus instituciones, cuya solución no se vislumbra a medio plazo.

La aparición de los populismos, como solución simple a problemas complejos, en 2015, es la referencia cronológica de la crisis política e institucional. Una crisis que se agrava por dos antiguas razones:

Somos un país con un bajo nivel de autoestima en lo político (para algunos patriotismo) y condicionado por la histórica confrontación ideológica de las «dos Españas», con dos siglos de continuos enfrentamientos.

Ocho décadas después del final de la contienda, seguimos reciclando los residuos de la guerra civil. Y tardaremos otros 80 años en terminar, dedicados a reescribir la historia, desde perspectivas exclusivamente ideológicas, parciales, en búsqueda del rédito electoral.

Hemos sufrido, además, una profunda crisis económica, detonante de cambios sociales y culturales irreversibles que minan los principios de la Transición y el mejor periodo de la historia de España.

Por todo ello, los españoles están alarmados y faltos de ilusión por la política. Están desmotivados, indignados. Y razones no les faltan:

Corrupción, desigualdad y violencia de género, pensiones inseguras, paro y precariedad laboral, modelos educativos, desigualdades entre personas y territorios, despoblación, migración, Cataluña y el Estado de las autonomías, mediocridad política sin liderazgos, inestabilidad institucional, coste energético, medio ambiente, inseguridad del sistema impositivo y del marco de las relaciones laborales, la irrelevancia de la familia, el chasco de Europa (más de funcionarios que de ciudadanos),la confrontación público-privado, la ausencia de proyectos que ilusionen a la mayoría de españoles y una democracia basada, o interpretada, como una especie de batiburrillo de ideologías que se bandean desde los extremos. La libertad de expresión todo lo justifica, aunque sea cierto que cuando todo el mundo pretende tener razón, casi todos están en el error.

Si aceptáramos que cada uno tiene su parte de razón, estaríamos en el camino de comprender, en palabras de Salvador de Madariaga que «lo que necesita el carácter español es el fomento de la tendencia a la transacción y a la colaboración».

En mi opinión, desde el punto de vista político, España es uno de los países europeos más necesitados de acuerdos entre los diferentes.

Requerimos superar, en todos los ámbitos, la histórica confrontación ideológica entre las dos Españas. Ha sido el odio al enemigo y no al rival el que ha marcado el camino de la política en España.

Precisamos garantizar y asegurar mediante acuerdos un modelo de país que sirva para la mayoría, con unas reglas comunes válidas, al menos, para una generación.

Debemos seducir a la mayoría de españoles que se definen de centro y moderados.

El centro no es una ideología, sino un lugar de encuentro, donde convergen las partes más templadas de las derechas y las izquierdas.

Por eso es importante interpretar el valor del centro político como el resultado de una suma o convergencia de ideas, algunas complementarias, que hagan posible reconstruir el edificio institucional del Estado y la estructura básica del país. Aceptando que el mundo no es igual que hace 40 años, lo que obliga a una segunda Transición.

Así se hizo, en menos de 12 meses, cuando en 1978 se elaboró y aprobó la Constitución de la concordia, partiendo de cero. Y se acordaron los Pactos de la Moncloa, saneamiento y reforma de la economía, la justicia y la política, en una incipiente y frágil restauración democrática, en circunstancias objetivas peores que las actuales, terrorismo incluido.

La Transición fue una gran aventura histórica que, con el apoyo de los españoles, fue posible gracias a la inteligencia y generosidad de una clase política apasionada y a singulares personalidades que ejercieron capacidad de liderazgo con ideas y flexibilidad.

Hoy nos topamos con una clase política incapaz, cuya única misión parece ser vivir de la política, no para la política.

Basta ver la gallera en que se ha convertido el Congreso de los Diputados y la nómina de sus componentes.

Gobernar por mitades tiene caducidad: el tiempo que una mitad emplea en destruir lo que construyó la que le precedió.

El pacto debería ser el fin principal de la política. No basta con saber dialogar, también hay que saber ceder.

En España sobran ideologías y faltan ideas, que sumen sin restar. Ideas de aproximación que ocupen las zonas más templadas del espectro político. Sobran fobias personales, falta participación social y compromiso intelectual de los que no participan en la política y que suelen ser los más capaces.

Este país es mucho más que las derechas y las izquierdas.

España, más que nunca, necesita una especie de sociedad de socorros mutuos, en el ámbito de la política.

*Diputado constituyente