De vez en cuando adquieren fortuna palabras o expresiones, que a veces no se sabe por qué. Unas veces es el título de un libro, La España vacía, por ejemplo; otras veces es el contenido de una novela, La lluvia amarilla. Este último título muy anterior al primero. Y a partir de ahí esa expresión se pone de moda y salta a las conversaciones, tertulias y, como no, a la política. Cuando algo salta a la política lo hace como arma arrojadiza de unos contra otros. Casi nadie define el asunto, ni lo acota ni explica su génesis y, mucho menos, su solución. Si es algo negativo la culpa es del gobierno, que no ha hecho nada por corregir lo que sea. Sin tener en cuenta que eso quizás ha sucedido con gobiernos de todos los colores. Si es algo positivo son los méritos del suceso de los que nos intentamos apropiar. Sin tener en cuenta que cualquier proceso importante, un gobierno lo planifica, otro lo ejecuta y otro lo paga. Lo inaugura aquel que ejerce el gobierno en ese momento. ¡Qué pocos políticos suelen recordar a otros políticos coautores del éxito que se celebra!

Pues bien, ciñéndonos a la última expresión con éxito, «La España vacía o vaciada», que hace referencia a la despoblación rural, empezaré diciendo que es una cuestión que, hoy por hoy, no creo que tenga solución, puesto que es un fenómeno que obedece a un modelo de civilización urbana, que arranca en España en los años sesenta, siguiendo la pauta de otros países más avanzados. La economía manda y en la economía del conocimiento los trabajadores cualificados interactúan entre ellos en los lugares de relación, que son las ciudades desarrolladas. Ése es el espacio donde se ubica y se interrelaciona la tecnología, la inteligencia social y la política. Por eso, la población se concentra en las ciudades. ¿Por qué ha sucedido así? Porque la dinámica social y económica así lo han impuesto. ¿Eso es malo o bueno? No es ni malo ni bueno. Sí que es, como casi todo, mejorable. Si en España, además de Madrid y Barcelona, hubiese seis u ocho ciudades más con un mayor desarrollo, la igualdad sería mayor y el desarrollo más equilibrado. Pero esto no tiene nada que ver con la despoblación rural.

Hay problemas de los que desconocemos su solución. El despoblamiento rural y su empobrecimiento es uno de ellos. Reconozcámoslo y dediquémonos a aquello que sí tiene solución: el paro en general y, especialmente el paro de los jóvenes, la desigualdad, el acceso a la vivienda, la corrupción, la eficacia institucional, la sanidad, la educación… Porque la despoblación rural no es un castigo divino, sino que es un fenómeno que hemos generado nosotros como sociedad. La globalización mundial, el proceso de producción, la economía financiera, las nuevas tecnologías, la manera de relacionarnos con la naturaleza… Todo ello exige grandes concentraciones urbanas. ¿Quién ha dirigido esta operación? Los dos factores que han configurado nuestra civilización: el capital y la ciencia. Sin capital no hay ciencia y sin ciencia no hay cambios significativos. Otra cosa distinta es que la globalización está desregularizada, lo que genera desigualdad y desequilibrio en la distribución de la riqueza. Mientras la política no controle algo más el desarrollo de la riqueza, el problema de la despoblación seguirá aumentando. Los problemas de la deslocalización industrial, del final de algunos procesos energéticos, de la necesidad de una mayor capacidad técnica en los trabajadores, está modificando tan rápidamente y tan radicalmente nuestra sociedad, que nuestros políticos parecen meras marionetas en el escenario de la tragedia. Nada evitan y casi nada aportan, aunque ellos crean lo contrario.

Conclusión: la gente va donde está el empleo y la riqueza. Las grandes ciudades desarrolladas seguirán creciendo y los pueblos seguirán siendo abandonados. Y el proceso sigue, ya que la despoblación también empieza a aparecer en algunas poblaciones intermedias. Lo que no quiere decir que la calidad de vida de los supervivientes rurales y de los que usan los pueblos como segunda residencia, no pueda tener un mínimo de dignidad en servicios y conexiones, en forma de infraestructuras e internet. Pero nunca revertirá la tendencia. Podemos mejorar los servicios públicos en las zonas rurales, mejorar sus infraestructuras, incluso concederles privilegios fiscales, como algún político ha prometido Pero estas soluciones no atacan la raíz de los problemas, pues la razón por la cual los jóvenes se van de estos lugares no son los altos impuestos o las malas escuelas, sino la ausencia de oportunidades. Un pequeño alivio sería dar mucho más juego en servicios e infraestructuras a esas ciudades intermedias que hacen de centro comarcal de los pequeños pueblos de alrededor. En Aragón, por ejemplo, en lugar de crear las comarcas políticas y administrativas como servicio redundante de las diputaciones provinciales, deberían haber potenciado esta red de ciudades intermedias, sin crear nuevas estructuras políticas. Más barato y más complementario con las diputaciones. Si a ello añadimos conexiones informáticas y de elementos móviles (carreteras, ambulancias, transporte escolar, guarderías ambulantes…) la vida rural mejoraría bastante.

Eso sí, en la larga campaña electoral que estamos sufriendo, todos los políticos van a «luchar» contra la despoblación rural. No deja de ser, como mucho, una postura romántica. Y en política, el romanticismo es peligroso o mentiroso. Soy consciente del peligro de ser malentendido y que muchos habitantes de la España rural pueden sentirse ofendidos por alguien que habla desde la ciudad. Pero, como decía Hume, «contra la tozudez de los hechos no hay teoría que se sostenga». H *Profesor de Filosofía