Eso es lo que, en un alarde de agudeza visual, declara ver Albert Rivera. Ni altos ni bajos, ni viejos ni jóvenes, ni hombres ni mujeres… solo españoles. Aferrado a una retórica nacionalista radical, y que empieza a adquirir perfiles realmente inquietantes, el Rivera que firmaba un acuerdo de legislatura no hace mucho con el PSOE de Pedro Sánchez, ha decidido pasar por la derecha al PP, a la vista de los buenos resultados que este patriotismo de medio pelo parece otorgarle en la encuestas.

Digo que parece porque es difícil encontrar un ejemplo de ingeniería electoral más decidido que el que los poderes fácticos, esos mismos que desencadenaron la crisis, los mismos que han estado en dulce luna de miel con el PP durante años y años, haciéndose favores mutuos que ahora, vía tribunales, salen a la luz, han llevado a cabo con la creación y promoción de Ciudadanos. Llevamos meses y meses con encuestas que nos indican qué es lo que tenemos que votar, que nos hacen ver, sondeo sí, sondeo también, que hay un recambio seguro para el Gobierno de España. Ya hace mucho tiempo que la sociología crítica, de la mano de autores como Jesús Ibáñez, desenmascaraba las encuestas como un instrumento de construcción de opinión, no de sondeo de la misma. Veremos si, al final, con tanta insistencia, quienes manejan el cotarro consiguen lo que desean, que Ciudadanos se convierta en el recambio de un PP en vías de desmantelamiento por la corrupción que le asola.

Y para conseguir eso, lo mejor es decir banalidades y exacerbar los instintos. Roland Barthes, el semiólogo francés, al que por cierto han convertido en protagonista de una divertida novela titulada La séptima función del lenguaje, por la que desfilan todos los iconos filosóficos de Francia, ya decía que la burguesía, léase los poderosos, es la clase que se esconde, que dice que no existe, y que se cobija para ello en conceptos como el de nación. ¡Los españoles! Cómo si eso quisiera decir algo, como si se pudiera hacer una política para «los españoles», como si existieran los intereses de «los españoles». Porque tan españoles son el maltratador, la corrupta, el evasor fiscal (estos, además, suelen lucir pulseritas rojigualdas), como los que trabajan honestamente; tan españoles son los que cobran salarios de 500 euros como los grandes magnates de los que Rivera es portavoz; tan españoles son los pensionistas a los que las política neoliberales que encarna el señor Rivera pretenden birlar las pensiones, como quienes se frotan las manos pensando en el negocio de los fondos de pensiones que las políticas de Ciudadanos van a incentivar; tan español es el agricultor de Monegros que reclama agua para sus tierras como el empresario murciano que exige, con el apoyo de Rivera, trasvases de agua.

La primera vez que vi a Ciudadanos celebrar un buen resultado electoral en Cataluña tuve la impresión de ver a un grupo de hijos de papá de la burguesía catalana celebrando una victoria de España en la copa de Davis. Y, con el paso del tiempo, esa impresión se ha acentuado. Seguro que veremos en el mundial que se avecina a Rivera con la camiseta roja celebrando los goles de la selección, henchido de orgullo patrio. Pero la política no es el deporte. Y por mucho que el 90% de la población, o más, nos podamos sentir identificados con la selección, al día siguiente del partido, cada español, cada española, regresa a su lugar, unos a levantarse de madrugada por hacer, en ocasiones, un par de jornadas laborales para llegar a fin de mes, otros a manejar los hilos para que con dos sueldos sea difícil llegar a final de mes.

La retórica joseantoniana de Rivera pretende ocultar que, como decía Orwell en su Rebelión en la granja, hay españoles y españoles. Y que él tiene muy claro a qué españoles va a servir: a aquellos que le han puesto ahí para defender sus privilegios económicos, su posición de poder. Porque ya sabemos dónde suelen acabar las apelaciones al patriotismo en este país: en cualquier paraíso fiscal.

*Profesor de Filosofía. Universidad de Zaragoza