Aunque la historia no es nueva, no por ello es consabida. Mientras unos se mueven para mejorar sus condiciones de vida, otros, los afortunados, erigen muros para evitar que eso ocurra. En la Antigüedad, las murallas y los muros se construían principalmente para detener el paso de grupos invasores armados o ejércitos. Así ocurría con la Gran Muralla China o el Muro de Adriano los cuales si por un lado permitían protegerse al mismo tiempo generaban aislamiento. La entelequia sobre la que se alzaba el muro se construía conforme a dos premisas simplistas: afuera el peligro acechaba, adentro, la tranquilidad era la norma. Hoy, signados por la competitividad que impregna el capitalismo la sociedad mediática y mediatizada parece haber normalizado la ausencia de réplica de la otredad. La migración, aparece así transformada en una nota discordante que atenta contra el muro monocorde de las naciones auspiciadas por la amenaza y la burda exclusión. Y es que cuando la política, en la construcción de identidades, obvia la ausencia de la voz de afuera, niega su interioridad y, por consiguiente, la de los demás, vaciando de significado el concepto de fraternidad y la conciencia de la propia finitud. No nos engañemos, aunque con el tiempo los contextos cambien y su complejidad tienda a incrementarse, la emigración tiende a seguir siendo mostrada como confrontación en la frontera: son ellos o nosotros.

-Adentro de los «patrióticos muros», el discurso del cerrojazo se asienta cada vez con mayor virulencia en la conocida retahíla del miedo, a saber: una sociedad infundida por esta simiente será más manipulable y obediente. Nada como provocar temor para que los partidos autoritarios, intolerantes y abiertamente fascistas se alcen. Mientras se vincule a la migración y a los migrantes con la amenaza se fagocitará el fantasma del extremismo violento.

-Afuera… no nos engañemos, eso poco nos importa. Basta con observar cómo una embarcación deambula más de dos semanas por el Mediterráneo sin poder desembarcar en ningún puerto, para apreciar la cimentación ética de los países que configuran «nuestra loada Europa».

Así las cosas, no parece que haya que ser politólogo y mesarse las barbas para deducir porque el germen del extremismo más rancio se extiende como una plaga por el continente mientras la demanda de una ciudadanía universal se caricaturiza y el grito de los excluidos es silenciado por nuestra indiferencia, siempre cómplice. Por mucho que la migración se haya transformado en un complejo fenómeno relacionado con múltiples aspectos económicos, sociales y de seguridad que inciden en un mundo cada vez más interconectado, esta no puede ser reducida a la ecuación del enfrentamiento. Los fenómenos complejos suelen simplificarse para ser manipulados. Negar las sistemáticas violaciones de los derechos económicos, sociales y culturales que la motivan implica no solo vacunarse contra todo sentimiento de culpa, sino aceptar la retórica del otro como el «ajeno» o «extraño». Allende del país y el paisanaje, en una época cada vez más globalizada como la nuestra, la cerrazón del muro no empieza ni termina en Estados Unidos. Los muros proliferan por doquier bajo la misma letanía perversa del me, mi, conmigo, yo: el «nosotros first».

Con el fin de que este discurso cale en la sociedad los políticos evitan cualquier perspectiva estructural que englobe el fenómeno y vincule los procesos de migración con la globalización de la economía mundial. Así, aunque el aumento significativo de migración evidencie conflictos civiles y transnacionales, la relación causa-efecto no se sustantiva. De este modo, cuando la realidad llega a nuestras fronteras y las noticias de la migración se dejan caer como gotas incisivas que se cuelan en los medios, aunque barrunten borrasca acaban siendo desalojadas por las alcantarillas de los Estados, allí donde ahogan su ética.

Para que esto no ocurra, hoy más que nunca, se hacen necesarios análisis pautados desde la reflexión que aborden las bases factuales existentes entre la migración, la exclusión social y el extremismo violento. La lucha del yo frente a la otredad, el uno contra el uno, el todos contra todos, es una batalla inexistente y, por tanto, incapaz de tener vencedores. De la misma manera que un euro tiene dos caras, por mucho que nos neguemos a escuchar y a creer que solo existe «nuestra voz», al otro lado, en el reverso, existe otra que nos interpela. Porque, en definitiva, esa voz intemporal, no es más que la nuestra. Basta con asomarse al espejo roto por las normas del eurocentrismo conservador y ser capaces de ver también la otra cara. Así, quizá con suerte, podamos aceptar su reflejo y finalmente, acabar por reconocer e identificarnos en el otro.

*Historiador y filólogo