La Unión Europea siempre se ha caracterizado por sus negociaciones costosas y dramáticas a base de relojes parados y madrugadas interminables. Gestionar esas formas tan alambicadas en una situación apremiante a través de teleconferencias está resultando una tarea hercúlea en esta crisis económica derivada de los confinamientos masivos para contener la pandemia del covid-19. El eurogrupo busca un acuerdo para financiar la deuda de los países que pueden poner en riesgo a la zona euro como consecuencia de la necesidad de cubrir un déficit sobrevenido para evitar el colapso de sus economías. Los estados miembro que tienen unas cuentas públicas saneadas podrán asumir prácticamente en solitario este impacto. Holanda, Finlandia y Austria no consideran que sea preciso cambiar los acuerdos con los que se salvó la moneda única tras la crisis del 2008. Se hizo a través del Mecanismo Europeo de Estabilidad (MEDE) que ofrece líneas de crédito por debajo de los precios del mercado, pero que exige determinadas condiciones. Son lo que en aquellos años se llamaron los hombres de negro.

Aquel Estado que se beneficia de esa financiación debe cumplir una serie de requisitos y los prestadores tienen la capacidad de controlarlos directamente. Es una forma de intervención de la economía indirecta que se hizo para evitar las humillantes imágenes del rescate griego. Frente a estos estados saneados y austeros, Italia está exigiendo estos días que se olvide el MEDE y se vaya hacia una deuda mutualizada de los estados que participan en el euro. Como en tantas otras cosas, el diapasón europeo lo marca Alemania que, junto con España y Francia, promueve una tercera vía: ampliación del MEDE hasta 250.000 millones de euros, más 100.000 millones del Banco Europeo de Inversiones y otros 100.000 del fondo de reaseguro del paro. Y todo con menos exigencias a los deudores siempre y cuando las cantidades que tomen de estos fondos sean finalistas. La urgencia y la gravedad del momento no permiten esperar.