Hay cientos de miles de viejos indignados en este mundo, sobre todo en el mundo civilizado y ordenado de Occidente. Si no se manifiestan contra el trato que reciben es porque se lo impide la falta de movilidad, las fuerzas escasas o la medicación que les suministran. Algunos de ellos tienen la suerte de seguir viviendo en su casa, con sus cosas de siempre, con la seguridad que da el hecho de que al menos el espacio físico siga siendo igual cada día. A muchos no les ha quedado otra que conformarse con una residencia donde ni la mejor asistencia sanitaria les consuela del hecho evidente de saberse menos persona. Ser muy viejo o un viejo que no se puede valer por sí solo significa conformarse, a la fuerza, a ser tutorizado, infantilizado. Como si hubiera una edad a partir de la cual uno ya no pudiera ser considerado adulto. Te dicen abuelo, lo seas o no, te dicen lo que tienes que comer, lo que tienes que hacer, dónde tienes que dormir o sentarte y esperan que, sea cual haya sido tu carácter hasta entonces, ahora creas y te comportes de una determinada manera. Así es como nos encontramos con hombres mayores que no han hecho nunca ejercicio obligados a hacer gimnasia, fumadores de quien se pretende que dejen el tabaco a los 90 años, urbanitas obligados a descubrir la calma de un pueblo. Esto sin hablar de los casos más graves de malos tratos físicos y abusos. Cuando se habla de la esperanza de vida se cuentan los años hasta la muerte, pero con las condiciones en las que viven algunas personas mayores deberíamos plantearnos descontar algunos de sus últimos años que, de vida vida, tienen muy poca. Escritora