Hasta hace no mucho, cuatro o cinco meses acaso, José Enrique era considerado el mejor lateral izquierdo de Segunda División y a sus perseguidores por el trono en el puesto los veía en la lejanía, bien atrás. Uno de los jugadores diferenciales que tenía el Zaragoza, se decía. Entre los méritos que se le adjudicaban para tal catalogación se contaban la fortaleza física en las distancias cortas, su manera de utilizar el cuerpo, especialmente el tren inferior, su experiencia y, sobre todo, la palpable diferencia que había entre que estuviera él o que estuviera Casado, causa de su éxito de juicio inicial más que ningún otra.

Desde que llegó de rebote con la temporada empezada, José Enrique nunca ha sido en este equipo un lateral de despliegue ni que pisara el campo contrario con frecuencia, mucho menos la línea de fondo. En el lateral tuvo fallos que no le penalizaron, pero los tuvo. Ha acabado de central porque Láinez quería a alguien que le diera salida al balón y porque de lateral, como juegan los laterales hoy en día, no puede actuar porque carece de fondo físico para ir y venir.

El error en el despeje que acabó en el frustrante 1-1 es uno más de una cadena de favores con los que los futbolistas del equipo aragonés han obsequiado a sus rivales en esta aciaga campaña. Contra el Cádiz le tocó a él. No está ahí sin embargo la moraleja de esta historia. Con José Enrique ha sucedido como con otros en el proyecto de este año y en alguno de los anteriores. Para recorrer el camino hacia Primera, el Zaragoza necesita otra fórmula. Menos nombres, menos jugadores que fueron y más jugadores que son y que pueden ser, en plenitud física, mental y futbolística, capaces de rendir a una altura más alta en todos los niveles y con constancia. Menos glamourosos, más efectivos. Que el pasado, pasado está, y aquí el objetivo es ganar el futuro. Y eso no se hace a base de recuerdos.