Me parece que estas primeras fechas de 2018, el año en el que celebraremos el cuadragésimo aniversario de la Constitución Española, mientras varias fuerzas políticas reclaman cambios de fondo en materia de organización territorial, es un momento oportuno para reflexionar un poco más a fondo sobre lo que ha dado de sí nuestro Estado de las Autonomías, desde su implantación hasta el día de hoy. Oportuno para poner negro sobre blanco, incluso teniendo en cuenta la brevedad de un artículo, lo que media entre las brillantes ideas que alumbraron el modelo autonómico y la (mucho menos brillante) realidad. Lo que va del dicho al hecho. Porque solo si somos cons-cientes de los errores y de los comportamientos viciados que han lastrado su desarrollo podremos abordar, su hipotética reforma con ciertas garantías de éxito.

Tuve el honor de formar parte del Parlamento que elaboró y aprobó la Constitución y que, por ello, fui testigo directo de los debates en torno al Título Octavo del texto, el que diseña y regula el funcionamiento del estado autonómico. Y reconozco que, antes de que se produjeran esas discusiones, no solo era escéptico en esa materia, sino francamente opuesto a esa organización del estado.

Mi formación era marxista (eso creía yo) porque así se definía entonces mi partido. En consecuencia, tenía más de jacobino (un término al que nunca he renunciado) que de partidario de la descentralización política y administrativa. Me costaba mucho entender a los compañeros de PSA que, liderados por el recientemente falleci-do Emilio Gastón, se declaraban de izquierdas (muchos lo eran, y gente formidable además) y tenían como primer objetivo la autonomía de Aragón. Así que fue precisamente en las Cortes, escuchando los debates que se produjeron sobre el tema, cuando empecé a comprender y asumir que la organización del Estado en torno a las autonomías podía ser un buen instrumento para alcanzar ese objetivo que siempre debería presidir la acción política: facilitar el avance de los ciudadanos hacia su felicidad.

Los discursos de personalidades como Gregorio Peces-Barba, Jordi Solé Tura, Miguel Roca, Manuel Fraga o Herrero de Miñón, e incluso del andalucista José Aumente, entre otros, me llevaron a replantear mis posiciones iniciales. Digamos, entre paréntesis, que recomiendo a quien no los conozca, la lectura de aquellos debates, que alcanzaron unas excelentes cotas políticas e intelectuales. Entenderán perfectamente el fondo de esta modesta reflexión.

Tres fueron los motivos fundamentales por los que acabé asumiendo, y defendiendo, la organización territorial que se proponía:

1. Aunque la demanda de autogobierno en la mayor parte de España era mínima o inexistente, sí que figuraba en el primer plano de las reivindicaciones políticas de vascos y catalanes después de haber sido reprimida largamente por la dictadura de Franco. Ello generaba una conflictividad, de la que el terrorismo etarra, era la manifestación más sangrienta. El Estado de las Autonomías, se pensó, podía encauzar esas aspiraciones sin provocar desigualdades intolerables con el resto del país.

2. Con un adecuado sistema de financiación y mecanismos de solidaridad interterritorial, se podrían reducir las enormes diferencias de renta entre comunidades, que hacían prosperar a unas pocas mientras condenaban a la pobreza a las demás. A la mayoría del territorio.

3. Se dieron argumentos de peso para suponer que este nuevo modelo organizativo permitiría agilizar la Administración y acercarla al administrado, lo que la haría más eficaz e inmediata.

Estas eran las tres razones con las que todos los ponentes de La Constitución nos convencieron y fue por eso que muchos asumimos como propio el modelo.

Es momento de pasar revista a los resultados obtenidos:

1. Es obvio que nunca se encauzaron las tensiones secesionistas de vascos y catalanes. Mientras asistimos en Cataluña a una intentona golpista con la Declaración Unilateral de Independencia (y todo lo que vino, antes y después), en el País Vasco las cosas circulan por vías más racionales (no siempre lo hicieron), pero solo a costa de pagar un carísimo precio en forma de privilegios financieros. Y, aun así, sin que el nacionalismo vasco haya renunciado por completo al objetivo independentista. Solo, por decirlo de algún modo, se encuentra aparcado.

2. Las diferencias de renta entre las autonomías son aún mayores de lo que eran. Pregunten a extremeños y andaluces, entre otros.

3. La organización autonómica ha hecho crecer el número de funcionarios de manera alarmante y la administración es más lenta, más ineficiente y, sobre todo, más cara. En el fondo muchos están (estamos) convencidos de que las autonomías se han convertido, para los partidos políticos que las gobiernan, en una potente agencia de colocación para compañeros y amigos… lo que no favorece precisamente a su agilidad ni a su eficiencia. En Aragón, para redondear el cuadro, disponemos de otro escalón administrativo. Las comarcas. Y basta con un dato para hacernos una idea de su funcionamiento: casi el 80% por ciento del dinero público destinado a estos entes se va en sueldos y alquiler de locales. Poco más hay que decir.

Esta es la verdadera situación con la que tenemos que lidiar cuarenta años después. El discurso autonómico se ha convertido, en la mayoría de los casos, en mero soporte ideológico de políticos incompetentes y egoístas, que anteponen sus intereses y beneficios personales al objetivo de hacer más felices a los ciudadanos y tenerlos mejor administrados. Nada que ver, por lo tanto, con el diseño autonómico que alumbraron los «Padres de la Constitución». Nada que ver, por lo tanto, con los argumentos que me convencieron para aceptar sus razones y votarlas favorablemente. Nada que ver, por lo tanto, entre lo que se dijo y lo que se hizo. Estar, como yo lo estoy, en contra de estas autonomías no es ni mucho menos estar en contra de las autonomías. Es estar a favor de las políticas útiles, eficientes social y económicamente, y en contra de la incompetencia y de la desfachatez.

Sería bueno, me parece, tener en cuenta estas consideraciones si de verdad se quiere abordar la reforma de la organización territorial del Estado, con o sin reforma constitucional. ¿Se tendrán en cuenta? Permítanme dudarlo. <b>*Diputado constituyente</b>