Aznar acusa (¡que raro!) al PSOE de querer romper el esqueleto del Estado con su propuesta electoral de descentralización de la Justicia, pero muchísimos ciudadanos preferirían hoy parecer esqueletos, aun a riesgo de quebrarse, que los mazacotes grasos y tocineros en que les han convertido los excesos de la Navidad. Y uno de cada diez se ha juramentado consigo mismo para, mediante dietas, regímenes y machacamientos diversos, desprenderse de ese lastre cárnico inmediatamente. Que la gordura extra que campea tras las fiestas en los organismos de los ciudadanos tiene su origen en la escasa morigeración general con el comercio y el bebercio parece, en efecto, una verdad incontrovertible, pero para no atacar las lorzas y las mollas a tontas ni a locas convendría estudiar las causas que nos impelieron a comer y a beber tanto, a menos que atribuyamos semejante incontinencia que nos entró mucha hambre y mucha sed de pronto. ¿Por qué nos pusimos como gorrinos en vez de abonarnos a la suprema elegancia de un consumo frugal? Muy sencillo: porque estábamos nerviosos y porque no había otra cosa que hacer. ¿Quiere esto decir que si nos sosegamos y desplegamos una buena y rica actividad adelgazaremos sin necesidad de dietas ni sesiones de tortura gimnástica? En efecto. Las reuniones familiares, grupos humanos en tensión y ante un único e invariable paisaje de dulces, asados, encurtidos y licores, han arruinado la esbeltez de nuestras figuras. Y no hay que darle más vueltas. Ni, desde luego, un solo euro a los fabricantes de dietas milagrosas. *Periodista