No pocos comentaristas de la actualidad utilizan argumentos y términos que casi evocan la atmósfera de los años 30. Sobre todo en Madrid, pero también en cualquier otro lugar. Existe una tendencia global hacia la polarización ideológica, el choque político y la mala leche en general. Fíjense ustedes en el barullo que se ha montado con Gibraltar, gracias al belicista Michael Howard, uno de los halcones del Partido Conservador. Menudo pajarraco.

Un tremendo malestar y un enorme enfado recorren el mundo. Elpersonal está muy enfadado. Hoy mismo la gente de la enseñanza concertada ejercerá su derecho de manifestación en Zaragoza. Clamará contra una supuesta agresión «sin precedentes». Parece cosa de vida o muerte, ¿no?. Pero en realidad se trata de una ínfima (casi inapreciable) reducción de las aulas sujetas a convenio; reducción causada específicamente por la disminución objetiva del número de niños. Tal vez haya contribuido a excitar los ánimos la fanfarria inicial de Podemos, donde tanto les gusta darse a entender. Sin embargo, los nervios desatados por algo tan leve, la indignación y el desgarro de los presuntos afectados desbordan el infantil regocijo previo de los de Echenique. Son una irracional desmesura. Demasiado cabreo.

Algo parecido pasa con las famosas inmatriculaciones. Así, caso a caso, se reproduce la confrontación Iglesia-izquierdas, tan característica de nuestra agitada Historia. Sólo que ahora tal pugna no se materializa en tragedia alguna (¿a santo de qué?), sino en un melodrama disparatado. Histrionismo puro.

Los tuits desagradables, los desafíos, la defensa a ultranza de cualquier privilegio, la descalificación, la ausencia de tolerancia y de sentido del humor, el victimismo agresivo... Todos los ingredientes están ahí, en la escena pública, no se sabe muy bien por qué. Parece como si algunos (y no tanto los de la bandera morada, ojo) quisieran sumergirnos en una realidad dura-durísima como la de Venezuela o Turquía. Deberíamos tranquilizarnos. Que no es para tanto, señores.