El impacto que ha generado la pandemia del covid-19 en el mundo de la cultura ha sido contundente y, en muchos casos, con resultados catastróficos. El resumen global es que el confinamiento y la distancia social, las medidas tendentes a frenar la expansión del virus, han hecho mella en un universo que, por otra parte, ha demostrado una altísima vitalidad creativa, con la aparición, a lo largo de 2020, de creaciones altamente interesantes, que en los últimos días hemos destacado y reconocido en estas páginas.

A grandes rasgos, hemos vivido el primer periodo de reclusión total estricta; una desescalada que, en verano, insufló algo de vida; un nuevo parón concentrado en el mes de noviembre, y la situación actual que, a cuenta de la movilidad perimetral restringida y del toque de queda, reduce notablemente los espacios de socialización cultural. Uno de los subsectores que más ha sufrido la pandemia es el de la música y artes escénicas, desde los grandes conciertos a las pequeñas salas, desde los auditorios a los teatros. Ha habido ideas imaginativas -sobre todo las ofertas en línea o por 'streaming' , algunas de las cuales llegaron para quedarse- pero nada ha podido sustituir a la comunión que se establece en vivo entre el artista y el espectador. En este sentido, las cifras son asfixiantes. Ha descendido un 87% la facturación de música en directo, con un 80% menos de conciertos y con solo un 5% de las salas abiertas. Grandes acontecimientos se han suspendido y solo algunos festivales han resistido el embate, sin contar con la infinidad de giras y de bolos cancelados.

El impacto de la congelación de tal volumen de actividad se ha agravado por la indefinición y los criterios cambiantes de la Administración, que ha ido tapando agujeros (como las ayudas anunciadas hace dos meses por el Ministerio de Cultura) pero sin que gran parte del tejido creativo, caracterizado por la precariedad, se haya podido beneficiar de paraguas como el de los ertes o las ayudas a autónomos. Los cambios constantes en los criterios de aforo y medidas de protección han sido también un obstáculo añadido: es cierto que todos los sectores económicos, el de la cultura primero, han alegado que su actividad era segura, y a su pesar se ha tenido que fijar medidas de restricción dolorosas pero necesarias. Pero la capacidad de desarrollar actividades en recintos controlados quizá en algunos momentos podría haber permitido condiciones menos restrictivas. Con todo, el hecho de que la cultura fuera considerada un «bien esencial» ha permitido que las actividades en museos o salas de exposiciones siguieran su curso, así como en las librerías, que han capeado -con dificultades, pero con empeño- la crisis general. Un éxito relativo que no pueden mostrar las salas de exhibición cinematográfica, acuciadas tanto por las medidas sanitarias como por la presión que ejercen ahora las plataformas digitales.

La cultura representa un 4% del PIB y genera muchos puestos de trabajo. No solo los más visibles, sino también un conglomerado de profesionales y técnicos que son quienes más han padecido el dramático retroceso. El futuro está plagado de incertidumbres, no solo por cuál será el desarrollo de la pandemia. Salvar la cultura es una urgencia social, que requerirá tanto ayudas públicas para mantener en pie sus estructuras como el compromiso de todos para regresar a sus espacios y participar activamente, tras un largo paréntesis, en cuanto sea posible.