Comienza un nuevo año y con él la caravana de buenos propósitos que vuelve como El Almendro aquel de los anuncios. Aún nos queda la comida de Reyes, pero, ay, en cuanto llegue el día siete de enero, van a ser millones las dietas empezadas, los planes para hacer deporte, dejar de fumar, apuntarse a yoga - siquiera virtualmente-, ordenar los papeles y los 'tupperware' e incluso ser mejores personas. Luego la vida nos arrastra y se cumplen algunas cosas, algunos días, quizá algunos meses. Y sin embargo a mí me parece maravilloso que siempre nos creamos que esta vez sí, porque pareciera que nuestra esperanza es inagotable y extrañamente infinita y eso es todo un patrimonio inmaterial.

En su fuero interno, hasta los más descreídos esconden una luz que espera encenderse. Yo este año quiero ponérmelo difícil y me he propuesto ser más dialogante. ¿Por una cuestión de generosidad? Si he de ser del todo sincera, creo que no. No me interesa colgarme medallas que no me corresponden. Personalmente, he llegado a este punto de buena persona llena de buenos propósitos a través de una carretera sinuosa.

Verán, en la novela de Delibes 'Parábola de un náufrago' hay una asociación llamada «Por la mudez a la paz» que propone eliminar la palabra de las relaciones humanas por ser fuente de conflicto. Como yo he pasado de ser ingenua a nihilista en cuatro días, no creo ya ni en soluciones ni en nada. Pero si permaneciera en mí alguna fe en las palabras, tendría que decir que esta medida es bastante cicatera: para eliminar los conflictos de las relaciones humanas hay que eliminar primero la palabra, luego a los humanos, luego al mundo y finalmente al universo. Con menos, no veo posibilidades de éxito. Y como a eso no vamos a llegar, por favor, sigamos hablando. Quién sabe, quizá nos entendamos.