El pasado uno de enero ha celebrado la Iglesia la Jornada Mundial de la Paz. El Papa ha publicado un mensaje invocando «la buena política al servicio de la paz». Desear a todo el mundo la paz que está por ver y por venir es lo que toca al comenzar el año. Pero una cosa es el deseo y otro el esfuerzo para hacer las paces. Aunque sea verdad que hablando se entienden los hombres y a golpes se matan callando, no lo es menos que no basta con hablar para hacer las paces.

La política sirve a la paz cuando los hombres hablan para entenderse. No para vencer sino para convencer y convencerse con la palabra cabal y bien nacida: con el diálogo, que es palabra entre dos como el pan que se comparte, compañero. Como la vianda y el camino que se abre. Ese es el medio entre personas, el único digno que nos hace humanos. No el arma para enfrentarnos los unos a los otros, sino el medio para encontrarnos. Ni el remedo para la polémica y la negociación acaso donde se impone a fin de cuentas el más fuerte o el más hábil, el más diestro o siniestro para decirlo más claro. Un político es bueno en realidad de verdad cuando contribuye con otros haciendo las paces. Cuando es capaz de sentarse con todos en la misma mesa y hablar de todo para acercarse a una paz compartida entre todos nosotros sin excluir a nadie. De lo contrario, si todo queda en palabras, el político que las tiene no pasará de ser un tertuliano y su política como las tortas a falta de pan; es decir, como tortas para el pueblo que las recibe mientras él se queda con el bollo hasta chuparse los dedos.

Para hacer las paces - que no la Paz, que hay que buscarla siempre- hace falta también una estrategia con los pies en tierra. Abrirse al otro, a los otros, y hacer la historia en vez de contarla o vivir de ella: poner el pasado al servicio del futuro y sacar adelante la experiencia que sigue abierta: poner a prueba la esperanza, que trabaje. Paso a paso: con un pie en tierra y otro en el aire. Dejando atrás los errores, y probando el sentido de la marcha pisando con determinación. Viviendo en compañía y compartiendo el camino que llevamos y nos lleva a la casa de todos nosotros. Celebrando en cada encuentro un anticipo de la Paz, que son las paces ¡Nada más y nada menos! O el camino que va - la paz en carne mortal- que se recoge en la Paz que está por ver y por venir después de todo. Y los otros -el prójimo- un anticipo del Otro si lo hay para nosotros pues nunca se sabe. Ya se verá. Y si no, ha valido la pena. Eso pienso y eso creo. Es lo que digo.

Una política realista tiene que ver con el poder... La realidad es la que es y, para cambiarla, hay que conocerla. No vivimos en el mejor de los mundos posibles y la buena política es para mejorarlo. No para lamentar lo que hay ni desear solamente la Paz sin hacer las paces con las manos en la masa. No sólo con la mano tendida y el corazón abierto, sino también usando del poder legítimo contra la violencia bruta cuando sea necesario. Los buenos políticos no ponen la otra mejilla, como los santos para ir al cielo. Los buenos políticos responden de la paz en la tierra, y no pueden permitirse seguir ese consejo cuando está en juego la paz en el mundo que habitamos. Dejarían de ser buenos políticos y hasta personas buenas y responsables.

Vivir dentro de un orden es lo menos que podemos pedir y, por tanto, vivir bajo la misma ley. Pero puesta la ley, puesta la trampa. Lo que justifica, contra los tramposos, el poder legítimo que haga valer la ley. Pero un orden perfecto, efectivamente justo, es en la práctica imposible dada la condición humana. Con estos mimbres -y no hay otros- no es posible otra cesta que una democracia imperfecta hecha con demócratas más o menos perfectos. Que todos seamos iguales bajo la misma ley, sin excepciones, y que la pague quien sea cuando la hace depende del pueblo soberano; es decir, de todos los ciudadanos en principio y más de los que más pueden. O de la mayoría. Porque en definitiva vivir dentro de un orden establecido depende del poder que lo establece. Pero el poder, de suyo, no tiene límites: hace todo lo que puede hasta que es limitado por otro. Por tanto la mejor democracia, para ser más perfecta, debería ser más igual en el reparto del poder entre los miembros del pueblo soberano. Pero esto sólo es posible en la medida en que espiremos a superar lo menos que podemos pedir: un orden efectivo bajo la misma ley, deseando lo más que podamos desear con toda el alma. Y eso, compañeros, es nada más y nada menos que vivir en libertad por encima de la ley. Mírese como se mire el amor es la perfección de la justicia, el colmo, la vida a rebosar. Y la estrella que nos guía... aunque no se toque.

*Filósofo