Si contamos los nueve meses de Sánchez en la Moncloa (gobierno preelectoral), más la precampaña común a todas las elecciones de abril y mayo, más las dos campañas oficiales propiamente dichas, sumamos un año de electoralismo. O sea, de propaganda. En teoría, una campaña electoral sirve para que cada partido político comunique su programa y sus propuestas, pero por qué será que nadie lo percibe así sino como una letanía monótona y aburrida de vendedor publicitario y de insultos al adversario. Ciertamente tiene poca credibilidad porque, como decía Orwell, toda propaganda es mentira, incluso cuando es verdad.

Anteriormente a la campaña oficial ha tenido lugar la confección de listas para cada una de las elecciones a celebrar. No voy a entrar aquí en las batallas internas, algunas realmente sangrientas, de los partidos y militantes para conseguir que unos vayan y otros no en las listas. La relación dialéctica entre los aparatos de los partidos (en sus distintos niveles: local, provincial, regional y estatal), los militantes, los electores, las élites sociopolíticas, las modas de cada momento, la identificación de los partidos… es difícil de articular. Porque un partido político no es algo sencillo de gestionar, pues es una combinación de luchas internas y de competición externa, todo lo cual conforma la estructura de su organización, sus procesos de decisión y los mecanismos de control sobre los políticos.

Desde hace algún tiempo, y ahora más que nunca, la presencia de mujeres y de jóvenes en las listas es algo necesario y obligado. Otra cosa distinta es que ello haya movido el régimen de poder interno. Porque tanto las mujeres como los jóvenes, en general, hacen uso del ascensor social y político en tanto en cuanto tienen comportamientos al gusto del poder. Lo mismo que hacen los varones, por descontado. Sin embargo, yo al menos no lo he percibido, aún no se ha notado significativamente el diferencial femenino y juvenil en la gestión pública. Y cuanto antes se note, mejor, porque son necesarias nuevas perspectivas en la política, ya que la entidad de los políticos actuales deja mucho que desear.

La ausencia de ideas es otra característica común en la campaña electoral. Unas veces por la propia incompetencia de los políticos, y otras por miedo a decir lo que piensan. Pero cuidado, que quien teme decir lo que piensa termina por dejar de pensar lo que no dice. Algunos se parapetan en su ideología como en una trinchera cómoda para esconder su vacío intelectual o su miedo a ser descabalgados por no estar en la línea oficial. Siempre ha habido miedo a las ideas, que son imprescindibles y que solo como efecto secundario configuran una ideología como corpus referencial, pero que nunca puede suplir a la producción de ideas. Marx llegó a pedir, en su análisis de la superestructura ideológica, menos ideología y más ideas. Pues si en el XIX esto era así, qué decir en el XXI en el que todas las seguridades han desaparecido y todo está abierto. Las ideas son más necesarias que nunca. Estamos en una época donde el ser humano parece anonadado ante el inmenso poder tecnológico. Hay mucha tecnología pero poca sabiduría para controlarla y encauzarla.

Y como final de todo el proceso electoral aparece, por fin, la configuración de las diversas instituciones. Es la hora de la verdad. Es el momento de demostrar la inteligencia política y la capacidad gestora de los elegidos. Porque en España se ha hablado mucho, y necesariamente, de la corrupción, pero el mal que los políticos han causado a España ha sido más por ineficacia que por corrupción, más por omisión que por comisión, aunque la percepción social sea otra. Hace más daño público un político ineficiente que un político corrupto. Es más, la ineficacia es la más básica de las corrupciones. Aunque el coste económico de la corrupción es alto (el 1% del PIB en España), el coste de la no-acción y la no-gestión en la Administración Pública es muy superior. Por eficacia y por eficiencia, los partidos deberán proveerse de candidatos honestos y capacitados para las instituciones, lo que casa mal con el clientelismo interno y orgánico de los mismos. Esta es la única manera de volver a conectar con la sociedad civil, donde los individuos no saben ni quieren saber de las artimañas y picaresca partidistas. Me gustó esa idea de la alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, de que las listas deberían adelantar qué gestión iban a desempeñar cada uno de sus componentes, como información a los potenciales electores y como garantía de la propia eficiencia.

*Profesor de filosofía