El mejor deportista español de la historia, el rey de Roland Garros, esa máquina trituradora hasta de su propio cuerpo que ha convertido las pistas del circuito en santuarios de las más hermosas batallas del tenis de este siglo, ha destacado siempre por ser un tipo normal, humilde y próximo, trofeos que no suelen encontrarse en las vitrinas de las estrellas. Rafa Nadal es dios, héroe, leyenda y mito, y sin embargo, por encima y no por debajo de esa piel homérica que se ha ganado con trabajo y un talento espectacular para el oficio, sobresale la elegancia con la que el mallorquín viste de naturalidad las hazañas. Las disfruta sin soberbia; consigue que el perdedor, junto a él en la entrega de los títulos y la batería de discursos, sonría con complicidad, despojado por Rafa de cualquier tipo de humillación.

Ayer, como otros muchos ciudadanos de Mallorca, se presentó en las calles devastadas de Sant Llorenç des Cardassar y se puso manos a la obra durante más de dos horas para achicar agua y barro de un taller. Antes, la noche del martes, había abierto las puertas de su centro deportivo en Manacor para acoger a los afectados... Estos gestos los archivará sin ruido en el cajón de la satisfacción personal, lo mismo que un golpe en paralelo que le hubiera dado Wimbledon en el tie-break del quinto set de la final, entendiendo que su tiempo pertenece tanto a las gestas deportivas como a la necesidad de compartir la tragedia humana lo más cerca posible de las víctimas. Lo que de verdad hace grande al mallorquín es que sus poderosas piernas son capaces de correr para alcanzar con éxito una bola imposible porque las impulsa un corazón generosamente humano.

Lo extraordinario de la sencillez. Así, una vez más, el jugador se ha elevado muy por encima de la vanidad que regenta este mundo para acudir a su rescate. Porque se siente uno más, porque lo es, ajeno a la artificialidad y derrochando riqueza espontánea. Cuando Rafa Nadal sea presentado en los libros de historia, habría que destacar con la misma incidencia didáctica que fue un tenista excepcional y una persona oficiante de los mejores valores de su raza. Un ejemplo para que las futuras generaciones compitan por ser el número uno sin olvidar que el dos y todos los que vienen por detrás son sus hermanos.