En las elecciones europeas del 25 de mayo, el consenso general ha destacado el riesgo por el avance de los partidos antieuropeos. Y aunque en cada caso las razones de su crecimiento son distintas, es cierto que una peligrosa corriente de fondo, de profunda desafección, amenaza el futuro de la UE. Se ha desvanecido el optimismo de finales de los años 90 y primeros 2000, y la crisis del sur ha supuesto un recordatorio de lo difíciles que pueden ser los nuevos tiempos que se avecinan, incluso para aquellos que no han experimentado más que modestos impactos de la crisis. Hoy prima una creciente incertidumbre y el temor a que el nuevo orden mundial vaya a reducir el bienestar de muchos europeos.

Pero aunque comparten esos elementos comunes, no todos los partidos de la marea antieuropea tienen la misma relevancia. El más sustancial es, sin duda, el de Le Pen en Francia. Por su victoria y por lo que significa de rechazo del euro. Y ello porque sin una Francia fuerte el proyecto europeo es, simplemente, inimaginable. Por más que duela al resto, la realidad es que sin el eje franco-alemán la Unión Europea, o la zona del euro, ni habrían existido en el pasado ni ahora podrían funcionar. La larga marcha de la unidad europea, con sus frenazos y aceleraciones, no es más que el reflejo de los difíciles compromisos entre Francia y Alemania, precisos para dar cobijo a la potencia económica alemana y el liderazgo político francés. Mientras duró la ocupación militar de Alemania, Francia podía imaginar que lideraba la UE. Pero desde 1991, y en especial desde Lehman Brothers, la ilusión de contrarrestar el poderío económico alemán con sus contrapesos políticos se ha evaporado.

Y eso nos lleva al crecimiento del Frente Nacional. Su avance no puede atribuirse a una crisis que, hasta la fecha, ha tenido moderadas consecuencias sobre el bienestar medio de los franceses. El avance de Le Pen viene de antaño, y se enraíza en sectores a los que les cuesta aceptar que su pasado imperial no regresará, lo mismo que sucede en Gran Bretaña. Y que intuyen además, y con razón, que la globalización constituye un serio riesgo para su nivel de vida.

El problema con Francia es psicológico y económico. Para su visión del mundo, es duro aceptar el reforzamiento alemán que emerge de la crisis del euro. Para su economía, lo es quizá más contemplar que, sin mayor flexibilidad en los mercados de mano de obra, bienes o servicios, el euro difícilmente sobrevivirá a nuevos choques. Este es el nudo gordiano que solo tiene solución en el marco conceptual alemán. Y ello porque no disponemos de un Estado federal europeo que pueda transferir recursos a los que estuvieren en recesión. Y ante esta ausencia, la única manera de mantener unida la eurozona a largo plazo es evitando crecientes divergencias económicas. Y dado que no parece posible avanzar hacia un Estado federal, justamente por la negativa francesa y la inestimable ayuda británica y nórdica, solo comportándonos todos como alemanes --es decir, convergiendo al crecimiento de su productividad-- podrá mantenerse el euro.

Esto no es lo que ha sucedido. La expresión de esas divergencias son los déficits exteriores en Francia y el resto del sur, y los superávits alemanes y de otros países del centro. Mientras que Alemania ha obtenido, entre el 2000 y el 2013, un superávit exterior medio del 5% del PIB, el de Francia ha sido de un decepcionante -0,9%, el tradicional comportamiento mediterráneo. Ante esta pérdida de competitividad industrial, las medidas propuestas a finales del 2012 por la Comisión Gallois (que presidió el Pacto por la Competitividad de la industria francesa), nombrada a iniciativa de François Hollande, no difieren de las que podríamos enumerar para nuestra industria: reformas, reformas y más reformas.

Este es el problema de fondo, aparentemente insoluble, de las relaciones franco alemanas. Mientras Alemania ha estado dispuesta a efectuar los cambios exigidos por la globalización para relanzar sus exportaciones, y del déficit exterior de los 90 ha pasado a un amplio superávit hoy, la posibilidad de introducir similares transformaciones en Francia choca con una psicología profundamente opuesta a cualquier modificación de su bienestar.

A la luz del desastre electoral francés, la presión sobre Alemania se acrecienta. Debe ayudarla, e intentar rescatarla del marasmo en el que se ha situado. Pero los alemanes no dejarán de serlo por más males que aquejen a Francia. Y, por ello, la respuesta de Merkel a Hollande ha sido la esperada. Es decir, la única vía para salvar el proyecto europeo es, en el largo plazo, la misma que la diseñada para contribuir al rescate del sur: reformas profundas, que aumenten el crecimiento potencial del PIB. Para Alemania, el mal francés no se cura más que con rigor y disciplina. ¡Qué le vamos a hacer si tiene razón!

Catedrático de Economía Aplicada.