Francia no solo es un país, es también una manera ver el mundo y verse en él. El conocidísimo tópico y no por ello menos cierto chauvinismo francés -que podría resumirse diciendo que lo auténticamente interesante es siempre lo de ellos y que el resto solo adviene a la categoría de imitación- no nos coge por sorpresa a nadie. Esa manera suya un tanto paradójica de vivir a medio camino entre la gran satisfacción de ser así y la cobertura de una cierta displicencia elegante de negarse la importancia, al menos en apariencia, ha hecho de Francia más que un país un estilo. Sin embargo, a juzgar por algunos acontecimientos de los últimos años, diríase que ese gran Estado hecho a base de filosofía, arte y estrategia militar está perdiendo parte de la originalidad que le hacía único. Con una frecuencia nada desdeñable saltan a los medios de comunicación noticias escabrosas sobre la vida íntima de sus políticos y candidatos. Noticias que corren como la pólvora en una República en la que la nostalgia monárquica se percibe fácilmente por el seguimiento que la población hace de la vida de la corte y palaciega. En ningún lugar como allí se siguen tan de cerca los asuntos privados de las familias reales europeas y, a falta de tener una propia, la de los altos cargos o sus aspirantes. El escándalo del alcaldable de París, ahora ya exalcaldable, Benjamin Griveaux, es solo el último episodio, antes lo fueron los de Sarkozy, Hollande… Algunas conclusiones creo que pueden extraerse de esos y otros hechos concomitantes. Primero que la política francesa se parece cada vez más a la norteamericana, al menos en lo que se refiere al tratamiento poco afinado de la distinción entre vida pública, privada e íntima como si las tres fuesen la misma cosa y de las tres hubiese que rendir cuenta del mismo modo ante los conciudadanos y electores. En segundo lugar, y si lo que reclamamos es ética, tampoco creo que salgan muy bien parados todos aquellos (y a juzgar por los datos que se conocen son muchos) que han dedicado parte de su tiempo a visionar, escuchar y comentar los vídeos íntimos que inundan las redes. La ciudadanía no es inocente en todo esto si con sus acciones y actitudes propicia que la política se convierta en algo demasiado parecido a un reality de baja estofa. Y tercero y fundamental: Europa, en la que el papel de Francia sigue siendo central, no era esto y no debería ser esto. Europa ante el reto de reinventarse en un mundo globalizado -rodeada de fuerzas entre cuyos objetivos destaca el restarle importancia simbólica, económica y real- no puede convertirse en una corrala virtual. Por supuesto en manos de cada uno está decidir a qué dedica su esfuerzo y energías pero temo que si nuestros desvelos van por el camino de reducir la política a la categoría de chismorreo y pasatiempo banal nada demasiado edificante y creativo pueda salir de todo eso. De hecho estoy convencida de ello por mucho que Bernard de Mandeville insistiera en ver en los vicios privados una gran ocasión para los beneficios públicos.

*Filosofía del Derecho. Universidad de Zaragoza