Europa fue en la segunda mitad del siglo pasado nuestro destino soñado, la utopía que encarnaba un ideal al que entregarse sin posible objeción. Sueño por fin realidad el 1 de enero de 1986, hace ya más de tres décadas; lapso suficiente para cuestionar de una forma menos emocional las ventajas e inconvenientes que la adhesión y el euro nos han reportado. Cierto: perduran muchos problemas pendientes o mal resueltos, conflictos que la crisis económica y el aluvión desbordado de inmigración han agudizado hasta extremos insospechados, tan enfatizados por quienes hoy se declaran euroescépticos, en auge incluso en nuestro país.

¿Y si nos preguntásemos por qué Europa continúa siendo el destino soñado para quienes viven fuera de ella? Europa es, en todo el planeta, el lugar donde los derechos humanos están más protegidos y donde el estado del bienestar, aun a pesar de sus borrascosas expectativas, se mantiene en pie como un objetivo verosímil. La unión política quizá se tambalee, pero sus frágiles lazos han conseguido el más largo periodo de paz que un territorio tan sumamente heterogéneo, fragmentado y aislado por inestables fronteras podía evocar. Y Europa es también símbolo de oportunidades, a pesar de los pesares. Desde un punto de vista eminentemente práctico, ¿cómo poner en duda que la unión hace la fuerza? Hoy, más que nunca sabemos que el equipo es mucho más resolutivo que la suma de individualidades, que la escisión implica debilidad; que los conflictos sucumben al consenso y que el diálogo es el camino para resolverlos. Pues bien, Europa es un gran foro, la casa común, la cultura de la paz y de la integración; el más eficaz motor de desarrollo. Y es, ante todo, una realidad que defender sin paliativos.

*Escritora