Aún no hace muchas décadas, España soñaba con su plena integración en la Unión Europea; hoy, tras la ansiada incorporación, no faltan quienes postulan un incipiente proceso de ruptura que amenaza devastar los vínculos establecidos con tan inmensa ilusión. Los lazos de cohesión de la Unión Europea no son tan sólidos como quisiéramos, pero se han forjado por encima de sustanciales diferencias. Y se han caracterizado por la solidaridad entre naciones, con importantes logros sociales y un fuerte hincapié en combatir la desigualdad e impulsar la acomodación de las regiones y países más vulnerables. Siendo verdad que de la unidad nace la fuerza, razón bastante por sí misma para reconocer el gran valor de una Europa poderosa y consolidada, no es menos certero que el propio bienestar de sus miembros depende hoy en gran medida de la preservación de un difícil equilibrio entre personas de origen, credo, cultura e incluso aspiraciones muy dispares.

Ante el creciente euroescepticismo y cuando tantos, huyendo del hambre, la violencia y la desolación, arriesgan su vida en el mar con la tenue esperanza de alcanzar una existencia acorde con su dignidad humana, parece como si los europeos fuésemos ignorantes de la gran ventura que supone el mero hecho aleatorio de haber nacido en un territorio privilegiado. Es obvio que nuestros problemas no se solucionan con una varita mágica; tampoco nadie puede negar que fuera de la Unión tales cuestiones tienen un carácter mucho más enojoso y complicado de resolver. Tras convulsos siglos de violencia y conflictos endémicos, ¿de verdad estamos dispuestos a dejar que se desvanezca la mejor oportunidad que nos ha deparado la Historia para forjar un espacio común con lugar para todos?

*Escritora