El informe anual sobre la fiscalidad en los países de la UE que publicó ayer la oficina estadística comunitaria, Eurostat, confirma que España presenta en este terreno varias singularidades que no constituyen precisamente señales de vigor y modernidad, sino todo lo contrario. El dato más destacado es que la presión fiscal española es del 32,5% del PIB, ocho puntos por debajo de la media de la eurozona y mucho más cercana a la de países pequeños como los bálticos, poco evolucionados económicamente como los del Este o hiperliberales como Irlanda. En cambio, países de nuestro entorno con los que deberíamos compararnos, como Francia o Italia, tienen una fiscalidad del 45% y el 44%, respectivamente. Aún más llamativo es que esa diferencia de ocho puntos era de solo cinco hace poco más de una década y que la ampliación de la brecha se ha producido no tanto por el incremento de la presión fiscal media de los Veintiocho como de la reducción por parte española.

La promesa de una bajada de impuestos para ganar votos con los que alcanzar el poder o mantenerse en él ha sido una tentación en la que han caído tanto el PSOE como el PP. Lo hizo Rodríguez Zapatero, que la cumplió, y lo hizo Mariano Rajoy, que no la cumplió cuando debía --hizo todo lo contrario, los subió-- pero que se dispone a dar un primer paso en esa dirección en el Consejo de Ministros del próximo viernes. A falta de mayores concreciones, la experiencia obligará a esperar los efectos reales de esa reforma para poder juzgar con precisión sus hipotéticas bondades en orden a lo más urgente e importante, la creación de empleo ante la insoportables tasas de paro.

La radiografía de Eurostat ratifica indirectamente uno de los grandes males endémicos de la sociedad española, el fraude fiscal y la economía sumergida. Si bien es cierto que la intensidad y la duración de la crisis quizá han aconsejado tolerar como un mal menor, para la subsistencia de muchas familias, actividades económicas informales o que incumplen las obligaciones tributarias, esa comprensión no puede prolongarse mucho más. En caso contrario se acentuará no solo un lacerante agravio comparativo entre unos ciudadanos y otros y entre unas empresas y otras, sino que el Estado verá mermada aún su autoridad moral, y con ella su capacidad de obtener unos ingresos sin los que difícilmente se podrá salir de la crisis.