Es posible que algunos socialistas apasionados piensen que la vida sería mucho mejor si desapareciese el Partido Popular, de la misma manera que no faltarán populares que crean que España iría mucho mejor si el PSOE se desvaneciera. El peor de los sueños es el sueño imposible, y lo siento por estos soñadores, pero la realidad es bastante tozuda. Bastaron la concentración de unas determinadas circunstancias para que un PSOE aparentemente derrotado surgiera de sus brasas e hiciera añicos los sueños del Partido Popular de continuar mandando, y han bastado unas pocas semanas para que el desastre presentido para los populares se haya convertido en una reanimación cuyo pronóstico obligará al gobierno de Zapatero a no dormirse en el regosto. Tiene razón Borrell, cuando dice que los socialistas han ganado las tres últimas elecciones, pero no hay contrato con las urnas que garantice, no ya la eternidad, sino ni siquiera el resultado de la siguiente convocatoria.

Por eso mismo, porque ninguna de las dos importantes fuerzas políticas va a desaparecer, convendría que los militantes de ambas dejaran los odios hutus y tutsis, y se acostumbraran a las alternancias, y a que las victorias y las derrotas sean aceptadas con deportiva elegancia, como parte intrínseca del juego, y no como traiciones del destino o usurpaciones bellacas.

España no es una marca registrada por los unos ni por los otros, sino una sociedad nada anónima, con nombres y apellidos de unos accionistas que, según su percepción de la realidad, conceden la administración a otros o a unos. Comprendo que cualquier político, tras un resultado satisfactorio, tienda a hablar en nombre del pueblo, pero el pueblo, como puede verse elección tras elección, está suficientemente fragmentado en territorios, ciudades, barrios y pueblos como para ser prudentes en la representación --siempre transitoria-- que se ostenta. Hasta la UE, por si se les olvida, se construyó con socialdemócratas y conservadores.

*Escritor y periodista