Por vueltas que le doy, no logro comprender cómo los responsables de Twitter no me han escogido a mí como uno de los privilegiados usuarios autorizados a escribir mensajes de 280 caracteres. Con lo cortos que se me quedan a mí los 140. Con la de veces que he modificado, adulterado, mutilado, borrado, o dejado por imposibles mis tuits. ¿Cómo no han recompensado mis esfuerzos, mis penalidades, mis sacrificios? ¿Para eso tantas preposiciones mutiladas o silenciadas? ¿Para eso tanto verbo elíptico?

Porque ¿no deberíamos los novelistas tener derecho automático a los mensajes largos? Que los cortos se los quede el aforista, el microcuentista, el poeta afecto al verso suelto. Es más, yo crearía mensajes de 70 caracteres para políticos aliterantes e hiperbólicos, para graciosos sin gracia y para repentistas del insulto. Crearía un sistema de méritos por el cual se pudiera conquistar la longitud a fuerza de buenas prácticas. 70, 140 y, al fin, ese parnaso de privilegiados con verborrea, los 280.

Aunque se puede insultar mucho con muy pocos caracteres. En el mismo Twiter descubro a un señor llamado Javier Enríquez S., inventor de palabras y autor de diccionarios de términos imaginarios, que ha acuñado el sustantivo exacto para este fenómeno: «Exédesis». Dícese de la ofuscación mental que sobreviene al pensar en el número de palabras del discurso y no en el mensaje a transmitir. Yo misma voy sintiendo sus efectos. Me vuelvo una exédeta (que es la persona que sufre de exédesis, claro) a fuerza de escribir, dentro o fuera de Twitter. En este instante, por ejemplo, al saber que esta columna no puede sobrepasar los 2.000 caracteres, ya me estoy ofuscando. Mi mente ya no recuerda qué es lo que estaba diciendo. Ni contra quién iba este artículo, si es que iba contra alguien. H *Escritora