Tras el discurso de Nochebuena del Rey, no hay periódicos al día siguiente, y, como Gobierno y oposición se han marchado de vacaciones, las noticias escasean y, por ende, las posibilidades de comentarlas. Esas circunstancias convierten el discurso del Rey en motivo de comentario durante tres o cuatro días, incluido éste que el lector ha tenido la bondad de comenzar. Y, claro, como el discurso del Rey tampoco es, ni debe serlo, un tratado de filosofía o un compendio de formulaciones científicas, se cae en la tentación de construir exégesis sobre lo obvio.

Quiero decir que el discurso del Rey es sencillo de comprender por todo el mundo, simple en su enunciación y cargado de sentido común. Bien, pues a pesar de ello, o precisamente por ello, parece que en lugar de hablar un rey sensato y prudente se ha manifestado el Oráculo de Delfos, y enseguida vienen los hermeneutas a explicar lo que el pueblo ignorante no ha comprendido, cuando si alguna virtud poseen los discursos reales es que se les entiende todo.

Comprendo a los hermeneutas de Kant o de Wittgenstein, intentado desentrañar La Crítica de la Razón Pura o las notas o alguno de los cuadernos que se publicaron tras la muerte del vienés, pero se me antoja un esfuerzo artificioso entregarse a la labor de interpretar un texto claro y evidente. Me consta que corren tiempos en los que hay que demostrar lo evidente --desde la necesidad del preservativo para impedir la propagación del sida hasta la iteración de que el chorizo no forma parte de la dieta mediterránea-- pero me deslumbra, año tras año, el nutrido desfile de exégetas que se adentran en el texto de Nochebuena como si fuera un papel encontrado en una novela de Harry Potter conteniendo los principios de la iniciática.

Ignoro si el Rey lee a sus exégetas, pero me lo imagino sorprendido, confuso, puede que divertido y, de cualquier manera, un tanto perplejo.

*Escritor y periodista