Hace pocos días, en plena campaña electoral catalana y con la pandemia desatada, las fuerzas progresistas (medios, partidos, redes sociales) felicitaban a un periodista de TVE por contrastar la demagogia de la extrema derecha sobre uno de sus temas estrella, la delincuencia, con datos del Instituto Nacional de Estadística. Como casi todo lo que sucede en los medios de comunicación, el momento televisivo tuvo un recorrido tan intenso como efímero, pero creo que merece la pena reflexionar con más calma porque plantea un debate interesante sobre cómo frenar a este tipo de partidos.

Según una opinión bastante generalizada, a la extrema derecha se le hace frente con datos, como hizo Diego Losada, y si sucediera lo mismo en cada programa al que son invitados, casi nadie en su sano juicio les apoyaría. De esta preocupación por contar la verdad, frente al poder que tienen las redes sociales a la hora de situar cualquier opinión en el mismo nivel intelectual, han surgido programas que nos bombardean con infografías llenas de datos y con nombres tan pretenciosos como El objetivo. En cambio, tengo la impresión de que nadie ha apoyado a este tipo de fuerzas políticas debido a algún tipo de engaño y a ningún habitante de los barrios acomodados de las principales ciudades del país le va a quitar la venda de los ojos un periodista con un puñado de gráficos en la mano. Los votantes de extrema derecha tienen razones objetivas para seguir siéndolo: quieren pagar muy pocos impuestos, que el estado sea reducido a su mínima expresión y que su idea de nación sea defendida con la fuerza si es necesario. Solo abandonarán a este tipo de partidos si las otras derechas se desmarcan de su discurso, circunstancia muy poco probable, o si asumen que nunca llegarán al poder tan fragmentadas. Pero como hoy por hoy la partida está reñida, han conseguido éxitos autonómicos y hay mucha tensión política, existe incluso cierta confianza en que la extrema derecha siga creciendo e imponga su agenda política a los demás.

En este sentido, el objetivo de las fuerzas políticas y sociales contrarias al autoritarismo debería ser frenar su expansión hacia otros sectores castigados por la crisis, y desafortunadamente no será suficiente con buen periodismo. El fascismo y el neofascismo siempre han comenzado su andadura política en los lugares más acomodados, donde suelen obtener sus primeros cargos públicos, para crecer hacia las clases medias en dificultades e incluso hasta ocupar viejos feudos obreros sacudidos por la desindustrialización. La situación actual tiene ciertas similitudes que se pueden rastrear incluso en las movilizaciones contra las medidas del Gobierno para frenar la expansión del virus, donde a pesar de la confusión de algunos relatos periodísticos, sabemos que se han mezclado desde agitadores fascistas hasta comerciantes al borde de la quiebra. De ahí que empiece a ser urgente construir un proyecto social que haga frente a las propuestas individualistas, excluyentes y autoritarias que intentan avanzar utilizando la mentira y la sobreactuación. Se trata, en definitiva, de que la ciudadanía perciba que las políticas públicas dan resultados concretos: que baja la luz, que la sanidad pública funciona, que la educación pública da oportunidades según las capacidades de cada persona, que es posible emanciparse sin renunciar a casi todo lo demás o que se puede volver a trabajar con más de cincuenta años.

Si los fondos europeos no son capaces de ayudar a quienes lo necesitan con servicios públicos de calidad, de apostar por la formación o la investigación, de implicar a la juventud y de transformar el tejido productivo mediante una transición justa para los sectores más afectados, es posible que amplios sectores de la población busquen alternativas en otras fuerzas políticas y se acelere el proceso de deterioro de la democracia y de crecimiento de la desigualdad que comenzó en la crisis anterior.