Hay muchas clases de fábulas, como es sabido. Algunas son de gran provecho si se aprenden en la infancia, porque ponen en valor ciertas actitudes positivas (la laboriosidad y el sentido del ahorro de la hormiga) y las enfrentan a otras negativas (la vaguería y la imprevisión de la cigarra). O bien porque señalan vicios, como la arrogancia de la zorra que despreciaba por estar verdes las uvas que no podía alcanzar. O porque nos hacen comprender que no debemos desdeñar a los débiles, como aquel ratoncillo que cayó en las garras del león y este le perdonó la vida… favor que el minúsculo ratón le devolvió cuando el rey de la selva cayó en la red de un cazador y los dientecillos del roedor le permitieron escapar.

En casi todas las fábulas hay animales, que a veces se comportan de acuerdo con su naturaleza y otras veces adoptan comportamientos humanos, como el habla. En todas, eso sí, hay una moraleja. La que voy a contarles tiene animales (tres) y moralejas (otras tres). Pero no es un cuentecillo para que extraigan los niños su enseñanza, sino para que la obtengan de él los políticos. Que últimamente parecen necesitados de honestas moralejas.

Verán. Érase una vez un bonito pajarillo de hermoso plumaje, alegre y casquivano, que pasó el verano en el Norte. En tierras frescas, de agradables temperaturas, bellos paisajes, con pajaritas liberales y cariñosas, con las que nuestro plumífero amigo mantenía deliciosas veladas que alegraba con su canto. Un canto armonioso que las pájaras sabían agradecerle a su manera. Tan placenteras fueron aquellas jornadas estivales que, hoy por pitos, mañana por flautas, el pajarito fue retrasando el momento de partir hacia el Sur cuando se acercaba la hora, de tal modo que el invierno se le echó encima antes de que él echase a volar en busca de tierras más cálidas.

Solo había volado unos pocos metros cuando por fin se decidió a partir, y una formidable nevada le cayó encima.

La nieve empezó a depositarse sobre sus alitas y a pesarle cada vez más, hasta que se quedó sin fuerzas, dejó de volar y dio con sus huesecillos en tierra. Los copos seguían cayendo y estaban a punto de cubrirle: la nieve, tan blanca, convertía su porvenir en negro. Iba a morir congelado.

Entonces acertó a pasar un enorme reno por el lugar donde agonizaba el ave y quiso la suerte, o la desgracia, que le entrase un fortísimo retortijón de tripas. De modo ,que decidió aliviar allí mismo sus torturados intestinos. Lo hizo, por casualidad, sobre la cabeza del desdichado pajarito que, además de helado, se encontró cubierto por una montaña de excrementos.

Sin embargo, lo que el reno depositó encima de él, aunque apestoso, guardaba aún el calor corporal del gran rumiante. Por lo que disolvió la nieve que envolvía al pájaro y devolvió a su cuerpo cierto bienestar. Tal vez animado por ello, el pequeño animal sacó la sucia cabecita de aquella fétida montaña y comenzó a pedir auxilio.

Pío, pío, pío, decía.

Le oyó un lobo que pasaba por allí y se acercó a ver qué era aquello que trinaba con tanta angustia. Vio a nuestro pajarito, lo sacó del maloliente montón en el que estaba metido, le limpió la porquería cuidadosamente hasta dejar sus plumas relucientes, sin mancha alguna, elogió su belleza y la armonía de su canto sin escatimar los mejores adjetivos… Y se lo comió.

De esta breve historia pueden obtener los políticos tres sabias enseñanzas, cada una más provechosa que la anterior.

La primera es que no siempre es su enemigo aquel que les critica, les lleva la contraria o (¿por qué no?) les echa la mierda encima. A menudo es bueno que alguien nos señale nuestros defectos, nuestros errores y nuestras debilidades. Tomar conciencia de todo ello, por desagradable que nos resulte, puede contribuir a salvarnos como la descomposición del reno salvó al pajarito de morir congelado.

La segunda moraleja es que no siempre les hace un favor (más bien casi nunca) aquel que los adula, resalta sus virtudes en exceso e incluso les limpia la mierda que otros han echado sobre ellos. Demasiadas veces hacen eso solo para lanzarles una dentellada cuando más confiados estén y, si pueden, devorarlos.

La tercera, y la más sabia, de las enseñanzas de esta fábula es la que debería haber aplicado Cristina Cifuentes . Se resume en una sola frase:

Cuando estés en medio de la mierda, no la «pies» . Se te comerán.

*Diputado constituyente del PSOE