El hecho de que Francisco Alvarez Cascos haya decidido, antes de lo que lo retiren, retirarse de la política, debe interpretarse como una buena y lógica noticia.

Buena, porque el estilo, las actitudes, las prepotencias, los desplantes y la manifiesta incompetencia del ministro de Infraestructuras venía haciendo, desde hace tiempo, penosa e inconveniente su permanencia al frente de los ejes viales y estructurales de un país que nunca llegó a entender en sus necesidades y complejidades.

Lógica, porque un señor, aunque sea todo un caballero español, que va de flor en flor, de novia en novia, dando pábulo y carnaza a las revistas del corazón, atenta o contradice directamente la ideología conservadora. Pues hasta ahora, el Partido Popular ha venido, mal que bien, aunque casi siempre cicateramente, defendiendo la familia. No a la familia y una más.

Siempre he tenido la sensación de que para este político bronco y viril, en apariencia forjado en una disciplina férrea, en el casticismo y en un antiguo sentido del honor, las reglas de la democracia eran tan sólo puertas al campo. Estrechos marcos que había que agostar hasta expulsar a Felipe González y los suyos del poder, pero que luego, una vez conquistado el lugar que les era propio, debían volver a ensancharse a la medida de cada vicepresidente, de cada ministro, de cada uno de los héroes que rescataron a la patria de la corrupción y el descrédito.

En ese sentido, la propaganda socialista, siendo excesiva, y de pésimo gusto, no se equivocaba. El doberman ideológico que alentaba en la franja más ultra del Partido Popular, la primera semilla de Fraga, seguía allí, en el mismo lugar que había estado siempre, aguardando el momento de exhibir sus carnívoras flores.

Cascos, en su pretoriano perfil, con ese careto fraguado en la guerrilla del Congreso, con esa predatoria mirada y esa voz de hormigón forjado, pero sobre todo con su maniquea manera de entender la política, buenos y malos (españoles), leales y desleales, rebeldes o súbditos, nunca contribuyó a la normalización de la vida democrática. Antes bien, la crispó, la violentó, la tensionó tanto o más que los nervios de Ana Botella, pobre, allá por su primer y ya como jurásico divorcio. Cascos ha sido un riesgo permanente, un extraño pasajero para la última etapa de la transición.

Y poco más. Su gestión al frente de las líneas de alta velocidad ha rozado el ridículo. Castigó a Teruel sin AVE, hizo en Huesca una chapuza de las que marcan época y, a trancas y barrancas, con años de retraso sobre el horario previsto, puso en marcha, con brutales sobrecostes y astronómicos precios para el sufrido pasajero, el trayecto Madrid-Zaragoza. En el camino se deja el Canfranc, perdido en su vuelo internacional; la autovía Mudéjar, que avanza a paso de tortuga; un aeropuerto semiabandonado; otro en la elucubración de los sueños, más una larga lista de deberes sin hacer.

Mariano Rajoy, a quien se puede entrever en el trasfondo de esta decisión, u operación, habrá respirado con alivio. Con ayuda de Cupido se ha desprendido de uno de los hijos del padre. Pero aún le queda patio por barrer.

*Escritor y periodista