Tengo muchos años, soy un viejo viudo y no he tenido hijos. No puedo decir -sería injusto- que el diablo me ha dado sobrinos como asegura el refrán. Pero conozco a más de uno en mi situación que sí los tiene, no digo ya sobrinos sino hijos e hijas que pasan de sus padres por desgracia y los van dejando caer en el agujero de una soledad sin puertas ni ventanas que es un infierno y nada tiene que ver con el descanso eterno merecido después de criar a sus nietos.

Muchos son los que tenemos la impresión de que los vínculos sociales en esta sociedad -y , por tanto, los familiares- se relajan y se rompen incluso a la par que nos enredamos como nudos cerrados o meros contactos virtualmente. Los fastos y nefastos de la familia, aniversarios y cumpleaños incluidos, ocasión antaño para reunirse chicos y grandes de todas las edades ya no compiten con los eventos de no te lo pierdas y cada cual va a su bola con los suyos que son los otros y ninguno de nosotros o de la misma familia. Como si la opinión de algunos que dice el refrán: «parientes y trastos viejos pocos y lejos», fuera ya la consigna. Y lo mejor para cualquiera --lejos de ser una maldición-- desearle al compañero de antes - familiares incluidos- que «con su pan se lo coma».

La familiaridad, la convivencia, la confianza y la ayuda mutua entre todos los miembros de la gran familia, ancianos y niños, jóvenes y adultos, la nuera incluida y hasta los vecinos y amigos de nuestros amigos, ha dejado de ser lo que era y apenas son conocidos o contactos los que fueron antes naturalmente familiares. Y así no vamos a ninguna parte: no a casa, no como seres humanos. No hacia un nosotros cada vez más amplio sin excluir a nadie en el que quepamos todos y todas.

La familiaridad y buena compañía es por sí misma la excelencia de la vida, una pasada. Hace unos días estaba sentado en mi huerto después de darme un baño en la piscina, leyendo un libro debajo de la higuera, con los pies en tierra donde crecía la hierba como los árboles en silencio. Cantaban los pájaros, supongo, aunque no lo recuerdo pero seguro como lo es que entonces lucía el sol a mediodía. Ser y tiempo era el libro. Y fue entonces cuando sentí cosquillas en mi pierna derecha, cerré el libro, abrí los ojos en realidad de verdad y apareció esta de cuerpo presente con una flor en la mano o espiga -puede que fuera una espiga, pues me picaba- que me decía: «Yayo, yayo, mira». Era Estrella, que ese es su nombre. Y con ella, con su palabra, dejé en silencio a Heidegger y me puse a hablar con mi sobrina biznieta y a mirar lo que me enseñaba.

Fue una experiencia inolvidable. El colmo y la gracia que rebasa la experiencia de un viejo. Algo que deseo compartir con todos mis amigos y mis lectores, un saber que sabe mejor que todo lo que sé y que ofrezco a todos para que aprueben y prueben lo mismo en su vida. Que no ha de faltarles ocasión , que niños y niñas los hay para los viejos y viejas con tal de que sepan serlo y comportarse como yayos y yayas sin espantar a las criaturas como si fueran moscas.

Hace tiempo, dos o tres años, estando sentado en el parque que tengo cerca de casa haciendo la bicicleta, se me acercó una mocosa de unos cuatro años que quería hacer lo mismo y me preguntó -¡oye!- si yo no iba a la escuela. Y sin esperar respuesta me dijo jubilosa: «¡Yo hoy no voy a la escuela!», que era por supuesto lo que quería decir a un viejo para que se enterara todo el mundo. La familiaridad espontánea de los más pequeños, de los niños y las niñas inocentes, es un tesoro y un regalo para los viejos. En ese encuentro de los extremos anida hoy el futuro de toda la humanidad.

*Filósofo