El filósofo Rudolf Otto describió lo divino o sagrado como fascinante y tremendo a la vez, así pues como un hechizo encantador o mágico y un 'shock' o choque con lo desmesurado. El autor atribuye lo fascinante y tremendo a la vivencia de Dios -el numen-, cuyo carácter resulta numinoso, palabro que significa luminoso y oscuro a un tiempo. Y, en efecto, en la religión Dios aparece flanqueado y flaqueado por el diablo y su poder sombrío, mientras que en la propia Biblia la divinidad comparece como santa y terrible, por ejemplo en la experiencia de Moisés en el monte Sinaí. Una conjunción de esplendor y estupor acompaña la presencia del Dios, el esplendor de su luz cegadora y el estupor de su oscura terribilidad, tal y como se mostrará en el Cristo de Miguel Ángel en su Juicio Final de la Capilla Sixtina, mitad Apolo plácido y alado, mitad Hermes serpentinado e inquieto.

Pero fascinante y tremendo no son meros atributos de lo divino o sagrado, sino que por nuestra parte universalizamos su significación aplicándolos al todo de la realidad, así pues al ser del universo y a la vida o existencia del hombre en el mundo. El universo o cosmos es como una maquinaria impresionante y tremenda, mientras que la vida excitante y peligrosa reaparece en nuestra existencia humana como exuberante y tumultuosa. Ahora bien, tanto el ser como la vida encuentran en el no-ser y la muerte su límite y frontera, lo que hace del ser y la vida un fenómeno tan interesante como intrigante, tan positivo como negativo, tan luminoso como oscuro. En nuestra revisión, lo fascinante relativiza a lo tremendo, y lo tremendo correlativiza a lo fascinante.

Arquetipo antropológico

El propio arquetipo antropológico del amor interhumano se descubre como fascinante y tremendo, como sublime y sub-liminal, como alto o elevado y bajo o subterráneo simultáneamente. En efecto, nada tan sagrado y profano (incluso profanado) como el amor, nada tan divino y tan demónico, tan luminoso y oscuro como el amor. Por una parte es ilusión trascendental pero, para que no decaiga en desilusión existencial, hay que ser conscientes de su doble carácter ilusionante e ilusionista, precisamente por nuestra limitación de ser y ser humanos. Como decía nuestro Ruiz de Alarcón, aquel es mejor amigo que desengaña mejor. El amor es una ilusión no necesariamente ilusa, pero no cabe obviar que es una flotación del ser en medio de la muerte y del no-ser.

En el trasfondo de nuestra disquisición gravita la radical ambivalencia de todo lo real, subsumido entre lo fascinante y lo tremendo. Y es que la propia fascinación resulta tremenda y problemática, y lo tremendo resulta fascinante e intrigante. En la mística la luz divina es oscura, al tiempo que la oscuridad diablesca es tentadora. Esto explica por qué lo más fascinante es lo más tremendo, y lo más puro o purista lo más impuro, así como viceversa, tal y como ocurre tanto en la vida como en la muerte. Pues la fascinación de la vida alberga su final terrible, mientras que la terribilidad de la muerte alberga su descanso eterno. Ello explica respectivamente por qué la falsa felicidad del éxito mundano puede arruinar la vida interior, mientras que al contrario una enfermedad mortal puede reportar una lucidez extrema siquiera oscura, capaz de auscultar el sentido íntimo de nuestra humanidad. Pues lo fascinante es mágico, encanta pero hechiza, mientras que lo tremendo sobrecoge y hace temblar entre los extremos de lo tremebundo y lo trémulo.

Fascinación del fascismo o del comunismo

Políticamente lo fascinante tiene el peligro de acabar como el rosario de la aurora, directamente en lo tremendo y terrible. Así ocurre con la fascinación del fascismo o del comunismo, así como de cualquier mesianismo o utopismo, nacionalismo o populismo. Asumir la ambivalencia de todo nos vacuna contra todo extremismo y descentramiento no re-mediador o democrático. Porque en definitiva la realidad de lo real no es solo fascinante sino tremenda, no solo luminosa sino oscura, no solo interesante sino también intrigante y, por tanto, doble o doblada; como el viejo Dios gnóstico Abraxas, magníficamente delineado por H. Hesse en su obra Demian. Recordemos finalmente cómo lo bueno y bello -la vida- es mortal, y cómo lo malo y feo -la muerte- es paradójicamente inmortal. Pero todo ello lo debato en mi próximo librito Fascinante y terrible, que publicará la pequeña editorial Matrioska (palabro que para mí simboliza la diosa madre omniabarcante de lo uno y de lo otro).