Cuando se cumple un año de la presencia del coronavirus en nuestras vidas, el cansancio se acumula. La opinión general es que ahora todo es menos llevadero, incluso menos que cuando no se podía salir de casa. Le llaman fatiga pandémica, aunque responsabilizar a la pandemia de nuestro agotamiento no sea del todo justo. Quizá el origen de la fatiga esté en el comportamiento del ser humano como especie, y no de una partícula microscópica, a caballo entre el microorganismo y el ser vivo que, como todo elemento de la naturaleza, intenta sobrevivir y reproducirse parasitando nuestras células.

Le llamamos fatiga pandémica pero es una fatiga sistémica. La mayoría de la sociedad ha demostrado estar a la altura, sobrelleva como buenamente puede una circunstancia que puso patas arriba nuestros hábitos cotidianos, nuestra forma de relacionarnos, que ha dejado mucho dolor en un gran número de familias y que nos ha provocado una gran incertidumbre. La mayoría de las personas ha intentado que una enfermedad que, además de la salud, ataca nuestras relaciones personales no influyera en nuestras vidas y ha tenido un comportamiento irreprochable durante este largo año. Sin embargo, todo ese altísimo porcentaje de personas se ha visto afectado por esa fatiga sistémica que originan unas minorías cuya voz se levanta sobre las demás y monopolizan el debate. Son unas minorías que desestabilizan y que, como el coronavirus, se propagan en los demás con alta toxicidad, contagiando de hastío y confusión a quienes intentan que sus vidas se alteren lo menos posible.

Un incómodo compañero de viaje

El virus pasará algún día, nuestro sistema inmunitario aprenderá a convivir con él y más pronto que tarde será solo un incómodo compañero de viaje integrado en nuestras estructuras celulares. Pero acabar con esos otros que están colonizando nuestro comportamiento es mucho más complicado. Esas minorías son jaleadas por las estrellas de la televisión y los exaltados de las redes sociales, esas juventudes tuiterianas, como las bautizó el periodista Vicente Fernández de Bobadilla en otro de sus lúcidos aciertos. Están siempre al acecho para insultar, rebatir sin argumentos cualquier opinión discrepante. Juventudes tuiterianas que usan de polichinela al adversario hasta que lo arrojan a la hoguera, que mezclan conceptos interesadamente y que embarran hasta la náusea cualquier razonamiento. Ayer mismo fue víctima de ellas la secretaria de estado de Migraciones Hana Halloul, aragonesa con sangre libanesa que fue vejada públicamente con comentarios racistas y machistas. No es un incidente anecdótico. O alguien para esto o vamos a acabar mal. Qué fracaso más grande para la civilización heredera de la Ilustración.

Es ese alto grado de agresividad el que condiciona el debate y arrastra a la gente normal hacia la fatiga. Eran pocas las hordas pero se están reproduciendo con facilidad y aun siendo poca cosa condicionan el debate político. Quienes deberían procurar el antídoto contra estos fenómenos son, sin embargo, vectores de contagio: gobiernos que gobiernan desde la obsesión por la propaganda y el control; oposición que renuncia a la política de altura y Estado para aprovechar la mínima para desestabilizar a cualquier precio en lugar de proponer ideas y fiscalizar de forma útil al Gobierno; voceros mediáticos que azuzan con titulares que los inhabilita para el periodismo y los doctora en manipulación.

Falsos expertos

No han contribuido los mensajes contradictorios de quienes deben dirigir la mayor crisis que hemos vivido esta generación, ni tampoco los de una oposición que un día protesta por una cosa y al siguiente por la contraria. Ambos son tan imprescindibles que se les debe exigir mayor altura. No contribuye la sobreinformación ni los falsos expertos a los que se les concede el título de autoridad. Todo incrementa esa fatiga sistémica.

Los aragoneses también padecemos esa fatiga sistémica, importada porque aquí los altavoces de la exaltación están más apagados. Tanto que a veces se produce el fenómeno contrario y los errores siempre son de los demás y los aciertos únicamente nuestros. Entre el abuso de la hostilidad y el plácido conformismo, hay un punto medio.