Los carnavales que se celebran todos los años por estas fechas podrían y deberían ser una propuesta razonable de cambio para el futuro, una provocación saludable y una invitación a hacer historia entrando en ella con determinación. Pero están muy lejos de serlo.

Nuestro lugar en el mundo no está en el espacio ni en la naturaleza, porque no es tal propiamente hablando sino una situación que cambia con el tiempo a la vez que pasa la vida, la historia y el mundo que vamos haciendo. Más allá de la naturaleza que permanece de suyo, del puro instinto de los animales que sigue y se repite naturalmente y del peso de la costumbre que imita o remeda ese instinto en las culturas tradicionales, discurre la vida y la historia en la que hay que mojarse si queremos crecer y madurar como personas humanas.

Sin embargo, los carnavales son de hecho la excepción que confirma la regla. Fueron y siguen siendo la licencia que puede permitirse el orden establecido antes de confirmar y para confirmar -la Iglesia- el rigor de la penitencia y los señores de este mundo -del suyo- la estabilidad del sistema. Algo así como las rebajas de enero que se permite la nueva religión del consumo para aumentar y fidelizar a sus clientes. Cuando la excepción es la zanahoria, el palo sigue siendo la regla.

El sentido progresista de los carnavales, lo que podrían y deberían ser, es muy distinto del que tienen de hecho. Podrían y deberían ser nada más y nada menos que una celebración de la libertad responsable para comenzar: no para seguir o volver a las andadas sino para comenzar e intervenir en la historia. Nada que ver, por lo tanto, con eventos, recreaciones y productos de consumo para turistas de ida y vuelta. Ni con Vicente que va donde va la gente. Y mucho que ver con el negocio y su contrario: el ocio de los clientes. Que son tal para cual: un círculo vicioso de no te menees.

El sentido profundo de los carnavales no depende de que podamos comernos la rosca una vez más aunque nos toque la suerte como al rey de la faba en la fiesta de los locos. Sin embargo él se lo creía -¡el tontolhaba!- sin reparar que lo era por un día. Como el obispillo en las catedrales, que en su día se sentaba y se sentía como el Ordinario en la cátedra. Ni tan siquiera de que en el Día de Santa Águeda manden las mujeres con dos tetas en los pueblos, que se les permita tocar las campanas como hacían en el mío y hasta las partes -las suyas- como le hicieron a un gitano unas águedas vacantes en el vecino. Lo que llamaban entonces «salar la sardina» en manada, y es justo lo que cualquiera puede imaginar.

Santa Águeda vivió en Catania (Sicilia) en el siglo III y murió -según se cuenta en La leyenda dorada- en las persecuciones decretadas contra los cristianos por el emperador Decio. Águeda fue una mujer «buena» en todos los sentidos como indica su nombre: no solo virgen y mártir, aunque también. Justamente por eso -es decir, por aquello- atrajo con fuerza la voluptuosidad de un tal Quintianus que era procónsul y tan poderoso, el hombre, como rufián. Quiso hacerla suya y , como no pudo, esto le llevó a maltratarla primero y a encerrarla en un lupanar; después le cortó las tetas y la persiguió como cristiana hasta el martirio. Con eso y por eso santa Águeda subió a los altares como virgen y mártir. Pasando a ser sus atributos símbolo de su bondad, modelo para las tetas que nos comemos en su fiesta y escudo de feministas que no se chupan el dedo.

La fiesta de Santa Águeda y de las águedas viene al caso de una denuncia pertinente y repetida por desgracia muchas veces hasta el día de hoy cuando esto escribo. Me refiero a la joven de 17 años degollada en Reus por su pareja. Es ya la sexta víctima en lo que va de año en toda España. Me refiero a la violencia machista. Que la violencia en general o de género no es el caso. Las víctimas por antonomasia son mujeres, y machistas los asesinos.

Por eso, la denuncia y el arrebato en el que quiero participar me concierne más, si cabe. Y mi lucha es por un feminismo humanista contra un machismo asesino. Defender a las mujeres contra una violencia machista es defenderlas como personas, iguales a los hombres en dignidad. Es dar la cara por la humanidad que nos afecta a todas y todos no obstante las diferencias que hay que salvar entre todos y todas en beneficio de la humanidad entera. En este sentido -y esto es una decisión estratégica- somos muchos aunque no suficientes quienes nos declaramos feministas sin ser afeminados. Ese es mi caso y mi causa, la de ellas y la de todas las personas que quieran serlo. Es lo que quiero y deseo para todo el mundo. Un feminismo militante de marimachos es una contradicción, tiene infiltrado en sus filas al enemigo. Lo urgente y necesario es reclutar a personas cualquiera que sea el sexo, da igual, siempre que sean personas cabales: humanas y humanistas. Y por tanto capaces de entender una buena causa, como es el feminismo en la actual situación contra el machismo que embrutece y nos degrada.

De la misma manera que no hay Yo sin Tú, no hay humanidad que valga sin vosotras y nosotros. Y es en esa relación, en el encuentro, donde somos personas en pie de igualdad. Eso sí, salvando las diferencias para la humanidad entera.

*Filósofo