Uno de los efectos de la pandemia ha sido la fama que han adquirido científicos y responsables sanitarios. Se han publicado entrevistas con el alemán Christian Drosten, o con Anders Tegnell, que ha hablado de la estrategia sueca. Neil Ferguson, que había asesorado a Boris Johnson en el confinamiento, quebrantó las reglas para recibir a su amante: tuvo que dimitir. Hemos visto a Fauci soportar la orgullosa estupidez de Trump.

Sus tareas, responsabilidad e influencia son distintas, y también lo ha sido su ejecutoria. En el caso español, Fernando Simón, que dirige desde el 2012 el Centro de Coordinación y Alertas del Ministerio de Sanidad, se ha hecho famoso y forma parte de una guerra cultural. Como en otros casos, ha habido indicios de un fenómeno fan, con la cursilería y banalidad habituales. Algunas críticas son injustas, como el reproche de las vacaciones; otras veces, como en alguna intervención en prensa, ha estado desafortunado.

Es un puesto muy difícil, y no se le deberían reprochar cuestiones sobre las que no tiene capacidad de decisión. Pero muchas veces ha tenido que justificar las decisiones de un Gobierno obsesionado por evadir las responsabilidades. Abundan los ejemplos: las declaraciones sobre el 8-M, las mascarillas. Es el rostro visible de una de las cuestiones peor manejadas en una gestión catastrófica: la comunicación de los asuntos sanitarios a la población. La información que se ha dado a los ciudadanos ha sido vacilante y defectuosa, y el uso de la «ciencia» para legitimar decisiones guiadas para la conveniencia política ha contribuido al escepticismo. Si Simón sigue en su puesto, después de la exposición y los errores, se debe a que protege al verdadero responsable, el presidente del Gobierno.

Hay que tener en cuenta esos factores en el episodio triste y feo de su propuesta como Hijo predilecto de Zaragoza. Se ha roto una tradición, es poco elegante que pareciera aceptarse para luego echarse atrás y resulta particularmente desagradable que fuera Vox el primero en desmarcarse de la decisión. Tampoco resulta muy comprensible la propuesta: Simón podría haber tenido el reconocimiento en otro momento, y no ahora, cuando no era solo que se trataba de una elección divisiva (ha habido otros personajes controvertidos) sino también una forma de aplaudir la gestión del Gobierno, algo que no debería ser la función de este premio. Son dos lecciones de la guerra cultural que ya deberíamos conocer: destruye los espacios comunes, deshumaniza a las personas porque las convierte en símbolos y cuando tú la declaras debes tener en cuenta que los demás también te la pueden declarar a ti. @gascondaniel