La palabra sanfermines no aparece subrayada en rojo (lo que indicaría que sería incorrecta) en la pantalla del ordenador. Ni tampoco pamplonica. Algunos años hasta el New York Times las ha incluido en sus titulares de portada, muy posiblemente debido a la fama internacional que dio a la fiesta del 7 de julio el escritor estadounidense y premio Nobel de Literatura, Ernest Hemingway. Y no solo él: también la actriz Ava Gadner y el director de cine Orson Wells (cuya imagen disfrutando de una tarde de toros, fumándose un puro, es todo un icono de la fiesta), fueron amigos de la fiesta y de los grandes toreros españoles del momento, allá por las décadas de los cincuenta y sesenta.

Precisamente, en aquellos años, la dictadura franquista vio que su supervivencia precisaba de un aperturismo económico que le permitiese salir de la autarquía. Y para ello tenía que presentar una cara amable al exterior. La proyección de los sanfermines, asociados a sus anteriormente mencionados ilustres visitantes americanos, constituyó así un escaparate ideal. Las imágenes de los mozos corriendo delante de los temibles astados por las calles de Pamplona, provocaron un indiscutible atractivo en la opinión pública mundial, que descubría admirada el gusto hispano por la arriesgada fiesta de los toros.

Tuvieron asimismo los sanfermines, ya en el campo del consumo interno de la fiesta, un significado de rebeldía (no explícita, pero sí subyacente) contra la dictadura. Y si por un lado las retransmisiones televisivas de las carreras ofrecían una cara internacionalmente festiva de una España típicamente cañí, por otro, los españoles veían en los mozos que corrían ante los astados (haciendo alarde de valor, disciplina y respeto hacia sus otros compañeros de carrera) un modelo de comportamiento para una sociedad reprimida por años de restricción de sus libertades. De manera que la propia televisión franquista (al retransmitir las carreras en directo) estaba ofreciendo -seguramente sin ser consciente de ello- a la ciudadanía, un medio de exorcización de los negativos efectos que sobre ella ejercía.

Y es que el toro para los españoles es lo que el gallo para portugueses y franceses: nuestro animal totémico y distintivo. La garra, furia y el color rojo de nuestra selección también se asocian al toro y a las gestas de sangre y arena en los cosos de nuestro solar patrio. El ser español está tiznado de los majos y toreros plasmados por Goya en sus grabados, en los que a mayor riesgo en la faena y desprecio por la propia vida en el ruedo, más admiración y reconocimiento despertaban aquéllos ante el respetable.

Pero más allá de la fama de la que gozan algunas de sus manifestaciones (como los sanfermines de Pamplona), la historia nos ofrece una visión de la fiesta común a todo el territorio español, y muy en especial, Aragón. Así, Teruel tiene al toro como símbolo en el escudo de la ciudad, protagonista de sus fiestas del Ángel, que comienzan tres días antes que las de San Fermín. Y También en Daroca fue costumbre correr los toros ya desde el siglo XV, festejos con los que, a su vez, los darocenses obsequiaron a los reyes en sus esporádicas visitas, cuando viajaban desde la Corte a Barcelona.

No obstante, de la esencia (que conforma la identidad) a los estereotipos (que esbozan la imagen distorsionada -lo que Valle Inclán describió como esperpento-) hay una delgada línea muy fácil de traspasar. Por lo que ridiculizar, criminalizar, o buscar la erradicación de la fiesta, al igual que esgrimirla como rasgo distintivo supremo de la hispanidad, se manifiestan como análogos posicionamientos de radical incomprensión hacia un fenómeno que (aun contando con una tradición más que milenaria), no es sino una tesela más del rico y variado mosaico del pueblo español, cuya belleza solo es posible percibir en su conjunto, sin prescindir de ninguna de ellas.

*Historiador y periodista