Enseñar filosofía no es enseñar la filosofía hecha, que es letra muerta. Ni siquiera la historia de la filosofía es enseñar la que se ha hecho, sino enseñar a pensar. A leer si se quiere, a escuchar e interpretar, a dialogar con los filósofos o amantes de la sabiduría, a buscar con ellos la Verdad de todos sin dar nada por sabido. Es enseñar a mantener en vilo la pregunta que somos, con responsabilidad. Que nadie piensa si no es con su propia cabeza. La filosofía en vivo es filosofía en camino, con un pie en tierra y otro en el aire, que no está lo que busca en el camino ni la respuesta cabal en la pregunta abierta. Y sin embargo -¡ah sin embargo!- nadie pregunta por lo que ignora en absoluto y no hay camino -compañero- que no tenga algún sentido. Ni caminante que no se abra, que no es el camino lugar para quedarse ni hay camino verdadero que no lleve a casa: a la Verdad que a todos nos llama. Eso sabemos o creemos, confiamos y confesamos de algún modo cuando preguntamos en serio por lo que amamos por encima de todo.

La filosofía es amor a la sabiduría. Y el colmo de la sabiduría humana en este mundo es saber... que no se sabe. La verdad filosófica se sabe cuando se busca en la vida misma y, por tanto, en la propia vida. No en los relatos que cuentan o contamos, sino en la existencia y la vida que llevamos: mar adentro y en el rumbo de la nave en que bregamos sin cesar personalmente.

La filosofía no es un medio de vida, es una forma de vida. Y en absoluto una pregunta retórica como la que hizo Pilatos: «¿Qué es la Verdad...?» , y la dejó caer como quien dice: «Ahí queda eso». En ese amor a la Verdad nos va la vida y en la vida misma va la filosofía. La filosofía es, como dijo Arístóteles, teoría y praxis. No solo es saber sino saber vivir y vivir como se sabe, es praxis. No es vivir a tontas y a locas sino a sabiendas, a ciencia y conciencia. No es saber hacer cualquier cosa, que eso es una técnica, sino saber hacer la vida, que es una experiencia en curso y una pregunta viva. No es un saber para andar como Pedro por su casa, ni un medio de vida. No es una salida o anticipo de una colocación prevista en el mercado laboral. Ni siquiera es un remedio. La consolación de la filosofía en absoluto tiene que ver con los calmantes. «Tomarse la vida con filosofía» no significa precisamente confundir la filosofía con una tisana, no es eso sino todo lo contrario. Afrontar la vida con filosofía es un acto de coraje, del corazón y la cabeza: es poner la esperanza a trabajar, no estar a verlas venir sino abrirse y salir al encuentro.

Se puede decir incluso que lo que todos sabemos, lo que damos por sabido, lo que tanto da que pensar y no pensamos, lo obvio, eso es el tema y el problema de la filosofía. La filosofía es reflexión, una vuelta sobre sí mismo para estar en todo y pensar en todos: en todo el mundo. Es estar en este mundo. Es saber algo de todo por lo que preguntamos y nada del todo por lo que tenemos que preguntar. Es una posibilidad y una necesidad, una insistencia y una existencia auténtica, una experiencia abierta como la vida misma: no un experimento de laboratorio que siempre puede repetirse para salir de dudas. Es un camino abierto, paso a paso, con un pie en tierra y otro en el aire. No es una rutina, es una gran experiencia. La filosofía de la vida es la vida a ciencia y conciencia, acontece en la historia como una revelación: es el ser aquí y cabe sí, que va siendo.... Es la palabra del espíritu en el mundo.

La filosofía no es una asignatura más en el programa. Es antes educación que enseñanza, es formación humana. No es el texto lo que importa, ni el título, ni el ejercicio profesional que demanda el sistema: la mano de obra o la cabeza bien equipada que se vende en el mercado. La filosofía no produce buenos «profesionales», acaso buenos ciudadanos y en todo caso personas responsables. Pero eso no se produce, es más bien educar. Es mayéutica, el arte de ayudar a sacar lo que uno lleva consigo en las entrañas. Es pedagogía en el mejor sentido. El filósofo que lo es no vive de la enseñanza. El que de eso vive es más bien un sofista, no un maestro como Sócrates el hijo de la comadrona. La filosofía necesita maestros, no profesores de filosofía convencionales para cubrir puestos de trabajo en la enseñanza. Si bien es cierto -hay que reconocerlo- que también se vive de pan y el que trabaja merece su recompensa. Pero esa penuria o necesidad no saca de la miseria a la filosofía ni levanta la moral de los jóvenes a la altura que merece la dignidad humana. Enseñar filosofía es poner al hombre de pie con la cabeza levantada y el corazón abierto: en camino. Libre y con responsabilidad.

*Filósofo