Decir que la filosofía no sirve para nada es ya una afirmación filosófica. Y lo es porque se trata de una convicción que asume que tanto el utilitarismo como el positivismo son verdaderos y definitivos. El utilitarismo porque se sostiene que solamente tiene valor aquello que, de manera medible, produce la mayor cantidad de felicidad posible, y el positivismo porque se acepta que el verdadero conocimiento es el científico, el que se basa en la experiencia empírica. Al considerar que la filosofía no encaja en estos paradigmas se «deduce» que no sirve.

Filosofía es una palabra de origen griego que significa amor, en el sentido de amistad, al saber. En los tiempos de la Grecia clásica proliferaron los sofistas, los que se consideraban sabios, los profesionales de la sophia. Platón, por boca de Sócrates, no dejó de alertar que eran unos charlatanes, unos impostores, usuarios de la retórica y al servicio de la persuasión interesada. Más tarde Aristóteles fijaría la noción de sofisma, que todavía definimos como razón o argumento falso con apariencia de verdad. Platón y Aristóteles contraponían a la grosera certeza del sabelotodo la implacable verdad socrática de que si algo se sabe es precisamente que no se sabe.

En la mucha sabiduría hay mucha angustia, y quien aumenta el conocimiento, aumenta el dolor, se dice en el Libro del Qohélet del Antiguo Testamento. Si a esto le sumamos que nuestro mundo se rige por la lógica de la técnica, asumida erróneamente como algo neutro y aséptico, y por la posverdad, eufemismo de la concepción interesada y arbitraria de la «realidad», ¿para qué recurrir a la filosofía, cuya senda es la duda metódica y la incomodidad de la pregunta recurrente?

A la filosofía se la tacha de inútil para la transformación el mundo. Sin embargo, convendría preguntar si su eventual erradicación de la vida social conllevaría acabar con el paro, con las enfermedades y lograr que la economía prosperara para todos y con justicia. Si así fuera, no hay duda de que sería un gran acierto filosófico apartarla.

La razón de ser de la filosofía, como la del resto de las humanidades, es otra. Tiene que ver con la exploración de las experiencias personales y comunitarias que construimos y los conceptos que las rigen, por ejemplo, los del utilitarismo o positivismo. Hasta hace poco podía verse en Barcelona A mí no me escribió Tennesse Williams, una obra preparada por el dramaturgo Marc Rosich. La tragicomedia representa una mujer que expone las miserias de la vida que la han llevado a ser la persona desahuciada que es, y lo hace a través de las expresiones más melodramáticas de las divas de la historia del cine. Pero lo cómico no esconde la dura realidad, por eso la obra trasluce de manera implacable las dificultades socioeconómicas que tantas personas encuentran a la hora construir su vida, y de cómo el arte puede ayudar a sobrellevarlas.

Sin filosofía, sin humanidades, sin arte, apenas se sobrevive. Y, sin embargo, reincidimos en su olvido en favor del único patrón de la utilidad

Sí, tenemos asumido que una sociedad que no da espacio a la sensibilidad humanística y que se rige por un solo patrón de utilidad acaba perdiéndose a ella misma. Vivir es pensar, es expresarse y saber interrelacionarse con propios y extraños. Sin filosofía, sin arte, sin humanidades, apenas se sobrevive. Y, sin embargo, reincidimos en su olvido.

Que la filosofía no sirva para nada es en el fondo una buena noticia. Significa que no se acomoda a los imperativos del paradigma de verdad dominante ni a la voluntad de reducir todo a una sola lógica de vida. Y precisamente porque a la filosofía se le pide, con razón y como al resto de expresiones y conocimientos existentes, que nos ayude a conseguir una vida mejor, su camino pasa por no dar nunca por concluido el recorrido de la pregunta. La filosofía florece en el fecundo terreno que media entre la ignorancia y el saber, y ahí está su peculiaridad.

Así que no es algo de unos pocos, de supuestos expertos, sino que tiene que ver con lo cada uno de nosotros es: un ser finito, vulnerable, abierto al mundo, que aspira a saber más y mejor de qué va la vida. De ahí también que sea el punto de partida de toda experiencia propiamente humana, ya que implica atreverse a preguntar y repreguntar, sin hacerse trampas al solitario, si realmente estamos viviendo, individual y colectivamente, como podríamos llegar a hacerlo. Lo que verdaderamente sorprende es que en la era de hiperinformación y la hipercomunicación nos cueste tanto convivir con esta parte tan elemental de nuestra condición. Sin duda, todo un signo de los tiempos.

*Profesor de universidad