Preparando el fin de año, uf. Nuevos fabricantes plagiadores de virus acechan en las sombras. Las cosas se rompen, los terremotos se llevan islas enteras. Vivimos al filo del abismo, y hacemos como que no nos damos cuenta para ir tirando. Vamos alegremente por entre las ventiscas, confiando en que las cuatro chapas soldadas y cableadas del auto nos hacen invulnerables, infinitos. (El coche provee de infinitud, mientras que el piso es la eternidad). Al menos hasta que se ponen de huelga los de las grúas, como el pasado verano. O hasta que se derrumba el cielo, el mar, los elementos. O se va la luz y hay que sacar el brasero de campaña.

Lo bueno de esta tregua política, que es la auténtica civilización, es que baja el ruido y aunque siempre hay alguien que aprovecha el hueco, el barullo se remansa. Lo malo es que hay ratos en que la falta de griterío exterior propicia el interior, individual, familiar, laboral... y se arman pequeñas o grandes trifulcas mínimas, incendios y catástrofes ínfimas, casi celulares, que ponen al aire las inconsistencias del sinvivir, una leve convención. Para evitar esos huecos de actividad frenética están las fechas entrañables, que vienen ya saturadas de obligaciones y estreses suplementarios. Todo antes que nada. Si cesa el barullo y el estrés la vida se afloja y nos quedamos ante la inmensidad microscópica de nuestras vidas, más o menos parcheadas a fuerza de logotipos, frases rápidas y un surtido de conceptos más o menos sostenibles, renovables, de quita y pon.

Cesa la política y el fútbol y nos quedamos en el alambre de nuestras vidas, hilillos bailando en un enjambre de SMS y cuatro fechas para proyectar esa prisa que se autoalimenta. Luego llegas a donde sea y no hay nada. Siempre hay nada esperándote. Otro horizonte en otra parte, en otro tiempo, dentro de diez minutos, aspirar a otro ratito, nuevas expectativas para no asimilar ese presente sin sustancia. Ese presente donde no hay nada ha consumido su energía en la ansiedad de la espera. Lo único que nos ancla en la esencia de la vida vibrátil son los plazos de vencimiento de las tarjetas de crédito, que adquieren así una función religiosa, de dar sentido a las vidas; por eso las llevamos como estampitas o escapularios en el bolsillo más recóndito, junto a la dispersa identidad.

*Escritor y periodista