Desde hace más o menos un lustro repito viaje por una carretera que me lleva al mar de los veranos. En uno de aquellos primeros viajes descubrí, apartada en la cuneta, como una presencia melancólica y sutil entre la alegría del inicio de las vacaciones, una solitaria cruz con flores frescas. Situada entre Masboquera y Masriudoms, en la última curva, justo antes de que se pueda ver el mar, esa cruz me atrapó y me hizo fabular sobre la pérdida de alguien, posiblemente joven, y sobre la pertinaz negación del olvido de quien sufría esa pérdida con dulzura y tristeza infinitas.

No podía evitarlo, cada vez que pasábamos por allí, la buscaba con la mirada y ella siempre estaba allí. Pensaba en la sencilla, terca e insobornable muestra de recuerdo que gritaba con suavidad de pétalo esa pequeña cruz de flores frescas. Y su presencia me entristecía y me tranquilizaba a la vez; ella - la madre que tal vez no existe porque nunca supe la verdad de esa historia-, no olvidaba y seguía ofreciendo el humilde homenaje a su desgracia. Con frecuencia damos muy poca importancia al hecho de que alguien piense en nosotros, pero si no fuera así nos desvaneceríamos. No somos apenas nada en el baile maravilloso y atroz del universo, que tal vez también se caería hacia el infierno si un dios caprichoso dejara de imaginarlo. No hay nada más, la vida es eso: que alguien, quiera o no quiera, piense en ti.

Cuando hace pocos días volví a pasar por la misma curva y busqué, como si de una cita se tratara, las flores en la cuneta, se me encogió el corazón al ver que ya no estaban. Quizá la madre ha muerto y con ella se ha llevado la última presencia en el mundo de aquel a quien nunca olvidaba. Porque cuando ya no te recuerdan te empujan hacia abajo, te mueres de verdad. Para evitarlo, sólo he podido hacer esto