Recientemente la ministra de Educación anunció que en la nueva ley reguladora del sistema educativo que van a aprobar (como siempre, sin haber firmado antes un pacto entre todos los partidos y sindicatos) el profesorado de enseñanza primaria y secundaria, al terminar los estudios universitarios, tendrá que hacer un año de prácticas tuteladas. Esta medida, que ya fue de obligado cumplimiento para el magisterio a partir del año 1967, puede ser una excelente mejora en la formación inicial del profesorado si no se cometen los mismos errores que se cometieron entonces.

Como es fácil de entender, el factor más determinante de su éxito o fracaso dependerá de quiénes ejerzan la tutela de los profesores en formación, después de haber llevado a cabo una selección rigurosa de los mismos. Si las tutoras y los tutores están bien preparados y motivados, ese año de prácticas tuteladas será muy beneficioso. En cambio, si están mal formados y, sobre todo, desmotivados, se convertirá en una simple valla administrativa que habrá que saltar y, por lo tanto, será un rotundo fracaso, tal y como ocurrió con el plan de estudios de 1967. En este plan de estudios, que algunos expertos relacionaron con el plan profesional de la II República, ese año de prácticas se realizaba una vez que los estudiantes de magisterio habían aprobado el concurso-oposición y eran tutelados por el profesorado de las Escuelas Normales, por la Inspección y por los Regentes de las Escuelas Anejas. Sin embargo, en la realidad la tutela docente fue puramente burocrática.

Con la aprobación de la Ley General de Educación de 1970, las escuelas normales se incorporaron a la Universidad, pero la formación práctica de los futuros docentes continuó siendo tan deficiente como en los años anteriores, ya que los responsables de la Escuelas Universitarias del Magisterio no pudieron llevar a cabo ninguna selección de los tutores y tutoras porque no tenían nada que ofrecerles: ni remuneración, ni vinculación funcional con las universidades, ni tampoco reconocimiento académico alguno. En consecuencia, el profesorado que decidía tutelar a algún estudiante de magisterio, especialmente el de los colegios públicos, lo hacía por caridad, por amistad, o por entender que tenía un deber ético y social que cumplir. Muchos colegios privados, pertenecientes a órdenes religiosas, solo admitían a estudiantes después de haber comprobado que tenían gran afinidad ideológica con su ideario. Incluso, algunos de esos centros solo aceptaban a chicas estudiantes en prácticas para sustituir a las maestras titulares durante el permiso a que tenían derecho por embarazo y parto, evitando de ese modo la contratación de una profesora sustituta.

La máxima recompensa que recibían esas profesoras y profesores tutores era un papel firmado por la dirección del centro universitario, o por el rector, que no tenía ningún valor académico ni administrativo. Algunas veces se les invitaba a un acto académico protocolario, en el que después de alabar públicamente su alto grado de conciencia social y la importante misión del magisterio, se les invitaba a un modesto aperitivo. En una ocasión, un ministro de Educación les prometió que al año siguiente recibirían una compensación económica, pero al cambiar de titular el ministerio la promesa quedó en el olvido, con lo cual una buena parte del magisterio pilló tal enfado que al año siguiente optaron por no aceptar a alumnos en prácticas.

Por lo que respecta al profesorado de los centros universitarios, encargados de la formación inicial de los docentes, difícilmente pueden tutelar esas prácticas de forma eficaz si jamás han ejercido en una escuela primaria o en un instituto de secundaria, si carecen de una sólida formación psicopedagógica y, sobre todo, si no reciben ninguna recompensa por ese trabajo, bien sea de tipo económico, académico o para la obtención de sexenios de investigación. En el plan de estudios de 1967, e igualmente en los posteriores, este profesorado se limitaba a realizar alguna visita protocolaria a las escuelas donde los estudiantes estaban haciendo prácticas, pero jamás tutelaron el trabajo docente de los estudiantes, entre otras razones porque no tenían competencia administrativa ni académica para ello. Esa situación esperpéntica daba lugar a que el profesorado universitario no tuviera otro remedio que firmar las actas respetando escrupulosamente las calificaciones otorgadas por los maestros.

Yo recuerdo solo un caso en el que un profesor de la escuela universitaria se atrevió a modificar esa calificación y se armó un follón de tal envergadura que casi le costó un expediente, a pesar de haber cumplido estrictamente lo que la ley le obligaba a hacer.

Espero y deseo que en esta ocasión no se tropiece en las mismas piedras que, desde el año 1967 hasta el 2020, han convertido las prácticas tuteladas del profesorado en formación de la enseñanza obligatoria en un mero trámite administrativo, sin repercusión alguna en la calidad de la docencia. Para conseguir que este año de prácticas anunciado por la ministra de Educación sea un éxito solo basta con fijarse en cómo se lleva a cabo en nuestro país la selección de los médicos destinados a realizar el MIR y someter a los futuros profesores a un examen parecido.

Asimismo, basta con incorporar a los tutores y tutoras de los estudiantes en prácticas en los departamentos universitarios de las facultades de Educación, a través de un procedimiento de selección semejante al de los médicos, dotarles de un estatus académico que les permita compatibilizar la docencia en ambos niveles (Primaria o enseñanza Secundaria y universidad) y, por supuesto, concederles idéntica remuneración que la de los médicos tutores del MIR.

Es evidente que si, además de esas exigencias, se dignifica socialmente la labor del profesorado de la enseñanza obligatoria y se aprueban planes plurianuales que incentiven la innovación docente rigurosa, la calidad de todo el sistema educativo mejorará de manera notable.

*Catedrático jubilado. Universidad de Zaragoza