El juicio de los ERE ha sentado en el banquillo de los tribunales andaluces a una buena colección de pícaros. El tipo no es exclusivo de Andalucía, de la misma manera que su género madre, la picaresca, abasteció a todos los reinos de las Españas, en particular a Castilla, de donde es natural, gracias al Lazarillo. En el Aragón del Siglo de Oro se dio menos, si bien no debemos olvidar que nuestro Pedro Saputo, el gran personaje de Braulio Foz, siguió siendo, en el XIX, un pícaro.

De la literatura popular, la figura del pícaro saltó a la política, y ya no hubo corte ni rey que no los contara a pares. Sus funciones y aficiones variaron según su estamento, centrándose, grosso modo, en la sisa, el correveidile y el conseguidor o logrero.

Juan Guerra, hermano de un vicepresidente del Gobierno, logró, allá por los años ochenta, una fortuna personal al amparo del poder. Como, años después, la amasarían algunos ejecutivos por el simple hecho de haber estudiado en el colegio con José María Aznar.

La picaresca de Estado dio un salto para su instalación con Luis Roldán y sus cómplices en el saqueo de los fondos reservados. Ministros y embajadores, presidentes de partidos o de gobiernos autónomos descubrieron lo difícil que era ser descubiertos si sus respectivas administraciones estaban formadas por probos, ciegos y sordos funcionarios, y por pícaros secretarios a su servicio.

Y así, sin darnos cuenta, aunque la administración se corrompía cada vez con mayor facilidad, se instaló la coima, el pizzo, el tres por ciento a dividir en tres partes: una para el partido, otra para el jefe, la tercera para el conseguidor. Las grandes siglas del poder solucionaron su contabilidad interna, las cajas B. Andalucía, Madrid, Cataluña y Valencia polarizaron las cifras de la corrupción, miles de millones de euros de los presupuestos públicos desviados, desaparecidos, esfumados, y grandes fortunas, como las de los Pujol, Bárcenas, Zaplana, nacidas milagrosamente a partir de las malas prácticas.

Nuestro pícaro seguirá ahí, sirviendo de lazarillo al ciego, pero es de esperar que éste haya abierto los ojos, cambiado el báculo por la ley y su ropón por la toga del juez