Puede parecer una frase estridente, pero en España se prohíbe hacer fotos a la cultura. Siempre se ha dicho que el mejor recuerdo es una imagen, pero para quien visita muchos museos y monumentos españoles, esa imagen solo podrá ser la que cada cual sea capaz de grabar en la retina de sus ojos, o en la efímera vida de nuestra débil memoria. Fotografías de objetos arqueológicos, de cuadros, de falúas o de chinescas salas reales, cuyo registro fotográfico se escamotea a los visitantes (bajo misteriosos criterios, propios de Cuarto Milenio), decepcionados al escuchar, sin anestesia, ni innecesarios protocolos de cortesía: Está prohibido hacer fotos en el interior del museo. - ¿También sin flash? Nada. Mire el letrero (icono representando una cámara de fotos con contrabarra atravesando la imagen). Sin embargo, recuerdo que hace años, durante una visita al museo del Louvre en París, pude fotografiar el rostro de la enigmática Gioconda con mi cámara réflex, sin ni siquiera estar sometido a la atenta e inquisitorial mirada de un guardia de seguridad. Y lo mismo pude hacer, con completa libertad, en el MOMA de Nueva York, fotografiando cuadros de Van Gogh, Giorgio de Chirico, Gauguin, o Andy Warholl. Por eso llama la atención que en el Museo del Prado, nada más que uno saca el móvil de su bolsillo, sienta la extraña sensación -aún estando de espaldas a él- de sentirse, más que observado radiografiado, por el diligente funcionario de sala, presto a pronunciar la frase de interdicción: «Caballero, no se pueden hacer fotos».

El otro día me volvió a pasar lo mismo en Aranjuez cuando visité el Palacio Real. Ni algunas de las carrozas y calesas de la primera planta se podían fotografiar. Algún gran secreto (quizás para la industria automovilística) sin duda, habrán de tener tan vetustos y hermosos carruajes del siglo XIX que les hacen gozar del exclusivo privilegio de la prohibición de estar sometidos al estrés de las cámaras, propio de las grandes estrellas de cine y del rock.

«¡Por favor, fotos no! Un solo flash entre el público y se acabó el concierto de míster Dylan». Así anunciaba en 1999 al público zaragozano (el aviso estaba fluyendo en el aire) su telonero Andrés Calamaro de cómo se las gasta el trovador y flamante premio Nobel estadounidense de Literatura, Bob Dylan, en sus conciertos. Muy enrollado y comprometido con la paz mundial, sí. Pero como dicen en Galicia: «Amiguiños, sí. Pero a vaquiña polo que vale».

Claro, que estas cosas no tan solo pasan con los grandes personajes, en los grandes museos y renombradas ciudades españolas. También en nuestra tierra aragonesa ocurren. En un pueblo de Teruel, hace años, pedí permiso al cura de un pueblo de la sierra de Albarracín para hacer fotos del interior de la iglesia, para un reportaje que estaba haciendo de la serranía. - «Ni una, chatico». Me quedó el consuelo de que, en desagravio por la negativa, ilustré parte de mi artículo con montones de fotos de la preciosa fachada gótica y detalles de gusto neoclásico que adornaban la cubierta exterior del templo.

¡Fotos, no! es también lo que expresa la zarpa (es decir, mano) de ese personaje anónimo que estampa sus huellas digitales sobre el objetivo de la cámara del periodista en su vano y hasta heroico intento por hacer una foto para su periódico o revista. Es quizás esta la imagen más laceradamente expresiva de lo que significa la privación de la libertad de comunicación y expresión que garantiza la Constitución española. Una imagen que, con harta frecuencia, seguimos viendo en España, protagonizada -en la mayoría de los casos- por quienes más pregonan tan sagrado principio. Como diría el gran Forges: «Me lo temía».

*Historiador y periodista