Carles Puigdemont cometió anoche una irresponsabilidad que tendrá consecuencias gravísimas. Al amparo de una sociedad catalana en estado de choque tras una jornada de votaciones fallidas y de represión policial, y sin esperar siquiera a tener los resultados de participación y escrutinio de un referéndum sin garantías democráticas, el presidente de la Generalitat inició el proceso para la declaración unilateral de independencia al anunciar que enviará los resultados del 1-O al Parlament para que proceda según lo previsto en la ley del referéndum suspendida por el Tribunal Constitucional. El despropósito puso la rúbrica a un día que escenificó el gran fracaso colectivo en que se ha convertido la cuestión del encaje de Cataluña en España. El 1-O fue una jornada de infamia, de enfrentamiento entre miles de ciudadanos que pretendían votar y los antidisturbios de la Guardia Civil y la Policía Nacional, que se emplearon para reprimir a una multitud ante la pasividad de los Mossos para el cumplimiento de los mandamientos judiciales que llamaban a impedir las votaciones. Los métodos con los que se empleó la policía fueron innecesarios si se tiene en cuenta que el 1-O como consulta de autodeterminación estaba desactivado. La decisión del Gobierno de Mariano Rajoy de renunciar a la política y parapetarse tras las fuerzas del orden fue nefasta, puesto que la imagen de las cargas policiales y de los heridos hizo un efecto llamada. Entonces sí, muchos ciudadanos pensaron que efectivamente el 1-O era un asunto de democracia.

Tras la jornada de ayer, el panorama es de tierra quemada tanto en la esfera social como en la política. La crisis de Estado no se soluciona a golpe de porra ni acelerando en la irresponsabilidad política. No cabe llamarse a engaño: la desproporcionalidad de la acción policial de ayer no convierte al referéndum en legal, ni a sus resultados en democráticos. Los problemas siguen siendo los mismos que antes: una convocatoria efectuada a espaldas de la mitad de los catalanes, violentando las reglas del juego democráticas y vulnerando el ordenamiento jurídico en vigor, el Estatuto y la Constitución. Igual que antes, solo hay una salida, si cabe más acuciante una vez se han cruzado todas las líneas rojas: diálogo político y responsabilidad dentro del marco legal del que se dotaron una amplísima mayoría de los catalanes. Todo lo demás conduce al abismo.